Nota de Opinión
Uno
La visión de un tren, detenido o moviéndose en su noble opulencia, me acerca siempre a alguno de los momentos más entrañables de mi vida. Como la nube de vapor que inundaba el andén cuando la máquina terminaba de frenar, así, difusos, velados por los inviernos, veo los acontecimientos que se producían con el arribo diario del tren a Ordóñez, el pueblo de mi infancia.
A los chicos nos parecía que si no íbamos a la Estación al mediodía, el tren no iba a llegar. El maquinista entregaba el aro de vía libre, mientras el estrépito de ruedas y fierros nos producía el terror propio del avance de semejante mole. Un olor a carbón crudo avanzaba sobre nosotros mientras espiábamos a través de las ventanillas para ingresar a ese mundo viajante.
La felicidad consistía en descubrir las caras de los viajeros que intentaban desentrañar el alma del pueblo adonde se habían detenido. Hoy me parece un tiempo contado en horas, pero en realidad eran cuatro o cinco minutos en donde hombres presurosos se movían componiendo una escena diaria de paquetes que subían y bajaban del vagón del correo, diarios y revistas atados con hilo sisal que caían desvencijados entre la gente, bolsas con los rollos de películas que veríamos el sábado, abrazos entre caras inflamadas de alegría o de tristeza, despedidas a veces con augurios por demás pretenciosos.
Las primeras películas con trenes que recuerdo son las que crecieron desde la pantalla del Cine Unión. Los sábados por la tarde interrumpíamos todos los juegos, teníamos el encuentro anhelado con la matiné de las cinco, con los episodios de El tren arrollador. Allí, un casi adolescente John Wayne de traje y corbata, subía y bajaba de un tren desbocado como si fuera menos el justiciero impuesto después por Hollywood, que un trapecista imitador de Burt Lancaster. Le era indistinto viajar o luchar entre los ejes de acero que chirriaban sobre los rieles, o dar y recibir trompadas en un vagón de carga, siempre a punto de abatirse sobre las vías.
Me pregunto si algún sentimiento similar de la infancia habrá influido a los hermanos Lumière a la hora de poner la fotografía en movimiento. Porque en una de sus primeras proyecciones cinematográficas, eligieron sabiamente como cuestión la llegada de un tren. Allí están ya todos los ingredientes que producen un éxtasis ineludible: Viajeros y familiares y conocidos y curiosos puestos en el andén flotan en una atmósfera que hoy todavía sigue designando un acontecimiento impar.
Son incontables las películas que atesoran escenas memorables de despedidas que nos aplastan contra la butaca, en donde los personajes principales se quedan solos al lado de las vías. Desde allí parten sus miradas y algún ademán contenido hacia el amor que se ausenta. Los andenes han tenido en el cine siempre esa función: Legitimar los movimientos de los protagonistas, sus encuentros y desencuentros, sus últimos besos, los movimientos de valijas y bártulos introducidos por las ventanillas cuando el tren ya está en marcha. Y los andenes han servido para inaugurar imágenes imborrables en los espectadores. Creo que la histórica despedida de Bogart a Ingrid Bergman y Lazlo en Casablanca, está situada en un aeródromo porque el héroe huía hacia otro mundo. Porque si no es casi seguro que esa circunstancia se hubiera desarrollado en un andén neblinoso de un paraje solitario, en donde un tren envuelto en vapor se detendría sólo para recogerlos y salvarles la vida.
La llegada o partida de un tren siempre intenta iniciar o concluir un ciclo humano cuyos límites podrían muy bien constituir los del mundo.
Dos
En una clase de su taller literario, Alma Maritano me hizo entrar en desesperación por leer un libro que contenía frases como ésta: “El olor a tren persiste incluso después de que todos los trenes han salido, ese olor especial de las estaciones después de haber salido el último tren”. Por entonces, Si una noche de invierno un viajero, de Ítalo Calvino, debió llegarme por encargo especial desde España porque había desaparecido de las librerías argentinas. Devoré su primer capítulo (y lo debo de haber releído unas veinte veces) embelesado por un clima de andenes ferroviarios que siempre me transportaron a la Estación de mi infancia.
Atesoro una dedicatoria que lleva la firma de José Saramago. La escribió en casa de Alma sobre un papel cualquiera que le alcancé y resultó ser una contraseña de nuestras admiraciones ferroviarias. Su letra se afianza cuando se ocupa de “ambos maquinistas”, porque los dos coincidimos en que eso nos hubiera gustado ser en la vida: maquinistas. Ese día dedicamos bastante tiempo a intercambiarnos las razones de nuestras fidelidades para con los trenes. Entonces, dijo una conclusión que todavía me conmueve: “Mucho más importante que los escritores son los maquinistas del ferrocarril, que todos los días llevan a destino a cientos de personas sanos y salvos”.
Tres
El pueblo en donde vivo ahora creció alejado del tren que corre entre Rosario y Buenos Aires. La vieja ruta 9 copia con bastante fidelidad la margen derecha del Paraná, y las vías intentan lo mismo, aunque cuando se aproximan a Rosario se alejan del río con decisión. Como pretendido parentesco entre los durmientes y el agua se erigió Pueblo Esther. Los chicos que vivían aquí a mediados de los ‘50 eran felices aventurándose unos diez kilómetros a pie para ver pasar, en pleno campo, el Estrella del Norte que llevaba destino tucumano.
En mi pueblo las vías comenzaron a ser invadidas por los yuyos a mediados de los ’70. Las fábricas de neumáticos y camiones extranjeras comenzaban a llevar a la práctica una palabra que les daría excelentes resultados económicos: lobby. La dictadura privilegió la circulación de pasajeros y bienes por las rutas, “acordó” con los consejos de Bernardo Neustadt y de su “Doñarosa” y, lo mismo que a sus opositores, también hizo desaparecer a los trenes. El presidente peronista de los ’90 sentenció desde sus patillas “ramal que para ramal que cierra”, se tocó el bolsillo y completó ese trabajo deshonroso. En algunas películas excesivas sobre países excesivos, a los enemigos de la patria como éste los cuelgan públicamente. Cito a Tomás E. Martínez: “Ninguna ciudad ha nacido a la vera de una línea de ómnibus, porque el ómnibus sólo se posa sobre lo que ya está, no sobre lo que se presiente”.
En mayo de 1993, una helada y angustiosa noche, partió el último tren de Rosario hacia Buenos Aires. Hablo de la última formación de las que circulaban varias veces al día cubriendo el recorrido en cuatro horas. De la imaginada multitud que iba a presenciar y deplorar ese acto de defunción en Rosario Norte, habíamos muy pocos. Y sólo dos periodistas pensaron que no podían abdicar de su oficio: Pablo Feldman y Reynaldo Sietecase. Cuando la máquina aceleró para partir, el maquinista y el “foguista” tenían en la cara una resignación que parecía desatendida en los escritorios esplendorosos de la Fraternidad.
Hay una pregunta recurrente que nos sigue interpelando: ¿Por qué y por quiénes casi desaparecieron los trenes en nuestro País? La cuestión, a veces insidiosa y parcial, tiene múltiples aristas pero todas confluyen en pocos vértices muy claros. Es cuestión de mirar las políticas económicas de los últimos cincuenta años (salvo excepciones) para hallar unos pocos apellidos saturados de responsabilidad. Pero además, esos mismos nombres también tienen la exclusividad de la culpa sobre otra pregunta que puede considerarse la madre de aquella: ¿Cómo pasamos en Argentina de un 1974 con pobreza del cinco por ciento y desocupación del cuatro, a este presente de índices inmorales? La palabra neoliberalismo dice presente. Por Juan Bereciartua (Página12.com)