Historias Ferroviarias
Por: Carlos Espinosa (*) para la Agencia Periodística Patagónica
Este relato de Carlos Espinosa, que forma parte de su libro “La sequía y otros folletines al sur”, está inspirado en algunos personajes reales que han frecuentado las estaciones ferroviarias de la Comarca Patagones-Viedma, pero su autor advierte que “se trata de una historia de ficción y todo parecido que con hechos verdaderos es puramente casual”.
Ya para entonces se contaba en Santa Marta con un eficiente servicio ferroviario, que unía al pueblo crecimiento hacia la ciudad con la estación porteña de Plaza Constitución y las intermedias como Bahía Buena, en un viaje de 17 horas de duración total. El tren ofrecía comodidades y pasajes perfectamente estratificados según las clases sociales, y este punto no se discutía. La segunda clase, con asientos duros de madera, era la más barata y, por lo mismo, la utilizada por los jornaleros y sus familias. La gente de campo se adueñaba de un par de bancos enfrentados y allí abrían canastas con intensos aromas a facturas de cerdo, queso y panes caseros que serían oportunamente devoradas durante el trayecto. La primera clase tenía butacas tapizadas que podían reclinarse a voluntad, y era la preferida por los empleados públicos y las maestras, sumados a los chacareros que comenzaban a mejorar sus rentas y podían pagarse ese lujo modesto. Los pasajeros de primera olían a perfume, y se los notaba recién bañados cuando ascendían al tren. Comían las viandas que repartían solícitos mozos o se desplazaban al vagón comedor.
En la actualidad la estación Carmen de Patagones
El coche dormitorio, con compartimientos con dos cuchetas, lavatorio y taza para eliminar orinas, aseguraba privacidad y la maravillosa experiencia de dormir sobre el tren. Lo usaban ganaderos y comerciantes acaudalados, funcionarios jerárquicos y, naturalmente, los matrimonios recién casados, en el inicio de su luna de miel. Aunque la economía de la flamante pareja no fuese buena era una tradición establecida que el viaje inicial de la vida en común tenía que realizarse en la categoría más cara y calificada del servicio ferroviario. Para poder pagar los pasajes, sumados a los gastos del hotel en Buenos Aires, casi siempre alguno en cercanías de la estación de Plaza Constitución, los parientes y amigos de los casaderos hacían una colecta, o se organizaba un asado familiar, donde el cordero y el vino eran donados por los futuros suegros y todos los comensales pagaban su consumición para sufragar el viaje nupcial.
En la estación de Santa Marta la despedida de la joven pareja (bueno, a veces los veintitantos de ellas contrastaban con los cuarenta y pico de él) era acompañada con la infaltable segunda lluvia de arroz (la primera había sido a la salida de la iglesia) y las bromas inevitables: que no se olvidaran de tener siempre baja la ventanilla, que le dijeran al camarero que no los molestara en todo el trayecto hasta la Capital, y otras por el estilo.
En el largo anden de la estación se reunían muchos vecinos del pueblo, desde una media hora antes de la llegada del tren, los lunes, miércoles y viernes con rumbo a la Capital, y los martes, jueves y sábados llegando de Buenos Aires, hacia Los Lagos.
Se congregaban allí los pasajeros y sus acompañantes en función de despedida, y también quienes esperaban viajeros. Casi siempre coincidían parientes lejanos de una misma familia y se sucedían diálogos de este tipo: “Tía Manuela: viajás para la Capital?”; “Hola Mariquita, sí, voy a pasar unos días con mi prima Antonia, la profesora que vive allá; ¿y vos: viajás también?”; “No, yo vengo a esperar a Ricardo, mi novio, que vuelve de la cordillera”; “Ahh, qué bien, se fue unos días de paseo?”; “¿No sabías que lo destinaron como jefe de la comisaría de Lago Blanco, desde principios de este año?”; “Qué bien sobrina , ¿y para cuándo los confites?”; “Mirá, en estos días que le dieron de licencia vamos a conversarlo, si mamá me acompaña nos volvemos con él para ver la casita que le dieron allá y si está linda capaz que me animo y nos casamos para septiembre y me voy; pero: no se lo cuentes a nadie, porque todavía no lo charlé con mami!”.
Y la tía Manuela se arrepentía de tener el boleto en la cartera para tomar el tren que ya estaba por llegar, porque tendría que esperar por lo menos dos semanas, hasta su regreso al pueblo, para contarle a sus vecinas y amigas, y a la otra parte de la familia, que no se hablaba con los padres de Mariquita, y poder compartir la noticia bomba de la que se acababa de enterar. Y la joven casadera se reía y comentaba en voz baja con una íntima amiga que le hacía de compañía: “la embromé a la chusma de mi tía, se va a querer morir cuando vuelva y se entere que ya pusimos fecha con Ricardito para la semana que viene y nos vamos juntos enseguida del casorio”. Mariquita se reía y se acariciaba la pancita de dos meses.
Todos sabían que el ordenamiento de la formación de cada tren era siempre la misma. Después de la locomotora el furgón de encomiendas, después los coches dormitorio, enseguida el vagón comedor, detrás los coches de primera y al final los de segunda, antes de los dos vagones de cargas y encomiendas. De tal manera la ubicación de pasajeros, acompañantes y recepcionistas se correspondía con la disposición de las partes del convoy aguardado. Por lo mismo, entonces, tal como ya se describió antes la caracterización social de los viajeros de cada clase ferroviaria, el público asistente a la estación quedaba perfectamente clasificado y ordenado.
Abrigos de cuero y hasta algún cuello de piel de zorro, alegres capelinas de ala ancha para las damas y severos sombreros de fieltro oscuro para los caballeros, sacos y sobretodos, elegantes tallieurs de cintura fina, zapatos de taco bajo cómodos para el viaje, botines y quizás algún fino mocasín, maletas de cuero, pequeños baúles de madera liviana, tal vez una sombrilla protectora de los rayos solares vespertinos, a lo mejor un bastón de caña con empuñadura de madera tallada, y todo este conjunto bañado y perfumado con esencias encantadoras. Así se caracterizaba el sector del dormitorio.
La calidad de la ropa, así como las costumbres de la moda y la exquisitez de las fragancias iban desmejorando desde un extremo al otro del andén. Entre los pasajeros de la primera clase abundaban los tapados de paño azul y las camperas de corderoy, con sombreros de paja y zapatos rústicos de cuero gastado, valijas de cartón y pantalones de gabardina. En los de segunda los viajeros que soportarían un montón de horas sobre los asientos de pinotea muchas veces llegaban a la estación con la misma ropa de trabajo habitual de todos los días, y podían verse pañuelos en las cabezas de las mujeres, gorras y boinas sobre los cabellos de los hombres, todos ellos desteñidos por la intemperie y el sol implacable de Santa Marta y sus alrededores. Para ellos el mejor perfume era el del jabón de lavar de ropa, con bastante cebo. Los batones femeninos, muchas veces cubiertos por faldones del tipo delantal, las bombachas de grueso brin de los hombres, las alpargatas y las botas de media caña, algo embarradas inevitablemente, completaban la identificación del grupo más humilde entre quienes poblaban el largo pasillo ferroviario.
Moviéndose entre el gentío de la estación de Santa Marta aparecían tres personajes pintorescos.
Aquiles Aguilar, bautizado el “doble A” por los guardas y maquinistas, era el encargado de las encomiendas y tenía bajo su responsabilidad el enorme carro maletero de dos ruedas y planos inclinados para evitar la caída de valijas y paquetes, que empujaba y maniobraba con absoluta seguridad sin atropellar a nadie. Cuando advertía que alguna persona estaba muy distraída, sobre todo algún chico alejado de la mirada de sus mayores, Aquiles lanzaba el grito destemplado de “guardaaaaa la carrettillaaaaaa” y los que estaban cerca abrían paso. Dada esta costumbre no faltaban los sanmartenses que lo apodaban ”el vasco de la carretilla”, en obvia alusión al famoso Guillermo Isidoro Larregui que alguna vez había hecho escala en el pueblo, en su extenuante viaje hacia Buenos Aires.
Claro que los ancestros de Aguilar no eran de la Baskonia, sino andaluces de Jaén para ser más exactos, pero él interpretaba aquel mote como una condecoración y se divertía. “Guardaaaa que vaaa la carretillaaaaa del vasco” bromeaba, a veces. ¿A veces? No, todo el tiempo, porque la vida del “doble A” era pura broma. Se decía que había nacido así, sin mucha capacidad de entendederas pero carácter de sonrisa pura, su padre fue carrero y desapareció en una inundación cuando trataba de cruzar el Colorado, su madre se volvió a casar con un peón de Vías y Obras del ferrocarril y por eso Aquiles vivió desde seis años entre rieles y señales, trepado a las estibas de bolsas de trigo, jugando a las escondidas con otros chicos de las colonias entre los vagones amontonados a la espera de cargas.
Como no pudo ir a la escuela, a los 14 años su padrastro lo anotó como auxiliar y allí quedó Aquiles Aguilar, primero supernumerario y finalmente efectivo. Era bueno y servicial, y tenía un solo vicio: el cigarrillo, porque nunca le gustaron las bebidas alcohólicas, tal vez porque había sido testigo de las palizas que recibía su mamá del hombre aquel. Aquiles siempre tenía un paquete de Fontanares en el bolsillo de la camisa de lona, pero su debilidad eran los rubios suaves, tipo Chesterfield, que empezaron a aparecer por la estación junto con los consignatarios de cereal y los ingenieros de la Shell que buscaban petróleo. “Tenés un rubio para alegrarme el día?” era la frase usual de Aquiles para el pechazo, y si lo conseguía agradecía el favor con una pirueta tal como caminar con las manos o hacer una triple media luna sobre el piso de la playa de maniobras o el andén. Pero el espectáculo del “doble A” cargando y descargando paquetes y bultos del carro maletero atracado contra el portón del vagón furgón era algo único, digno de ver. Sabía aprovechar el espacio y armar la pila de cosas con perfecto equilibrio: las bolsas de arpillera con cargas varias primero, abajo; alguna goma de camión, latas de aceite o de fluido Manchester después, finalmente y arriba de todo las encomiendas menores, del tamaño de lata de galletitas o caja de zapatos.
Cuando terminaba el estibaje hacía un par de flexiones de cintura, se escupía las dos manos para asegurarse que no resbalaran y empuñaba con fuerza sorprendente las dos lanzas del carromato, empujándolo hasta el depósito, donde descargaba con prolijidad y cuidado. Algunas tardes las carga por despachar y las arribadas eran tantas que tenía que hacer hasta tres viajes con la carretilla, pero siempre se divertía con el trabajo, y cantaba canciones del repertorio de Antonio Tormo. Tenía una preferida. “Cuando se asoma alegre el sol sobre los campos del talar, junto a la vía van los linyeras, llevando como el caracol la casa a cuestas y el azar” desentonaba Aquiles, y no podía esconder una lágrima en la parte que decía “y en cada boca hay un cantar, que a gritos dice sus alegrías Indiferentes al amor”. Es posible que Aquiles Aguilar sólo repitiese de memoria las palabras aprendidas al escucharlas por la radio, pero aquel hombre simple templaba su emoción, cuando atropellaba la canción del linyera.
Martita Favaro no era empleada del ferrocarril, pero estaba allí siempre que pasaba el tren, invierno y verano, con lluvia, viento, frío o calor. Su tarea era independiente y brindaba un servicio muy satisfactorio para casi todos los viajeros: la venta de revistas de todo tipo, que servían para entretener durante los largos viajes que estaban a punto de iniciar. Martita cargaba un bolso, que llevaba en una mano, y una mochila colgada de uno de los hombros, en donde portaba, ordenados por género, alrededor de quince títulos distintos. Apenas llegaba el convoy se trepaba en la clase más popular y durante los 20 minutos de la parada recorría toda la formación hasta la primera y los camarotes. La oferta de lectura informativa y recreativa era bien variada: Siete Días, Así y El Gráfico para los temas de actualidad; Para Ti, Maribel y Vosotras para las señoras y señoritas , además de Radiolandia, Antena, y las mejores del rubro de fotonovelas, como Idiliofilm y Nocturno; el Patoruzú semanal, Rico Tipo, Correrías de Patoruzito, para la risa; Billiken y Anteojito para los chicos; Intervalo, El Tony y D’Artagnan con sus emocionantes historietas; y también los libritos de bolsillo de las colecciones de novelitas de Corín Tellado y Rastros. Tenía bien estudiada la demanda de cada una de las publicaciones, y como la cantidad necesaria para dejar contentos a todos los pasajeros no entraba en el bolso y la mochila dejaba algunos ejemplares a buen resguardo en la oficina del Señor Jefe, para quien tenía una vez por mes un encargo especial: la Selecciones del Reader’s Digest.
Martita sabía muy bien de la utilidad de la lectura como pasatiempo y enriquecimiento, y ella misma era buena lectora. Casi siempre podía orientar a sus clientes, acerca del contenido de tal o cual revista. “Mire en la Siete Dias de esta semana viene un artículo muy interesante sobre la Antártida, se lo recomiendo. ¿Quiere algo policial? Fijesé en la Así que trae la historia del tipo que mató a la mujer y a la suegra. ¿El casamiento de Palito Ortega? Ahhh… la Radiolandia trae un montón de fotos y chimentitos”. Cuando sabía que esa tarde pasaba un tren con vagones de segunda repletos de conscriptos que volvían de la colimba (información que le adelantaba el Señor Jefe de la estación) acondicionaba una canasta adicional repleta de revistas de historietas y humor, y como siempre le habían quedado unos números atrasados los ponía también, con precio rebajado. Cuando arrancó con el kiosco ambulante Martita revendía las revistas que le pasaba Casa Cirilo, del centro del pueblo, pero un año después se independizó y recibía los paquetes directamente del distribuidor de Capital, que le despachaba los paquetes por el mismo tren, dos veces por semana. La ganancia era modesta, pero ella vivía sola en un departamentito del barrio de la Estación, a los fondos de la casa heredada de sus padres, que le alquilaba a un matrimonio de docentes. Entre la venta de revistas y la renta de la casa la economía de Martita le alcanzaba para darse el gusto de gastarse unos cuantos pesos en cuestiones de coquetería femenina: hacerse teñido y permanente de cabello todos los meses (siempre de color castaño intenso, anulando las canas propias de sus sesenta y pico de años) y comprar polvos faciales, lápices labiales y resaltadores de ojos de diversa variedad de tonos. Además le gustaba ponerse amplias polleras floreadas y blusas de fuerte colorido, cubriéndose con ponchos tejidos a mano por ella misma cuando llegaban los rigores del otoño e invierno.
Con el rostro perfectamente maquillado, donde se destacaban los labios bien rojos, un peinado perfecto y vestimenta glamorosa, bien calzada con tacones altos y medias de seda de esas con raya por atrás, rociada generosamente con colonia Coral, la aparición de Martita Favaro cada tarde en el andén ferroviario del pueblo no pasaba inadvertida. De no haber sido por los abultados cargamentos de revistas más de un forastero la habría confundido con la coqueta esposa de un ganadero pudiente, a punto de abordar el tren para unas placenteras vacaciones.
Así transitaba Martita por su escenario comercial, atractiva y espléndida, cordial y dicharachera. Su presencia pronto trascendió los límites del pueblo, porque muchos turistas se quedaban encantados con ella y contaban de su singular existencia a parientes, amigos y compañeros de trabajo; y en plaza Constitución, antes de la partida del Expreso de los Lagos, se escuchaba muchas veces la recomendación de un viajero conocedor hacia otro que recién se largaba para estos lares: “Cuando pasen por la estación de Santa Marta no te la pierdas a la vendedora de revistas, es algo único en el sur”.
Leandro Pinta era el jefe de la Estación. Nadie podía ignorar la categoría de su cargo, porque la chapita de bronce bien lustrada que tenía arriba de la visera de su gorra gris decía, en letras con relieve: jefe. Don Leandro se instalaba en su oficina dos horas antes del arribo del tren de cada día, atento a las comunicaciones de las estaciones vecinas a Santa Marta, que llegaban a través del código Morse del telégrafo, en aquel alfabeto de puntos y rayas, con sus equivalencias en pitidos cortos y largos, que era para él más fácil que atarse los cordones. Después, cuando el convoy permanecía estacionado, se paseaba por el andén, saludando a pasajeros y acompañantes, interesándose por cuestiones tales como un viajero con muletas, una señora con cinco hijos pequeños y sin asistencia de otra persona mayor, algunas encomiendas consignadas con la leyenda “frágil”, o un matrimonio de turistas alemanes de escaso conocimiento del castellano. Aquí y allá don Leandro se ocupaba de ofrecer soluciones y facilidades ante eventuales problemas. Todos quedaban complacidos por la atención personalizada del Señor Jefe de la Estación Santa Marta del Ferrocarril Roca.
Quienes conocían a Leandro Pinta desde tiempo atrás sabían que el importante cargo le había costado alrededor de veinte años de carrera ejemplar, siempre con las mejores calificaciones internas, sin faltar ni un solo día a sus responsabilidades, ascendiendo en forma reglamentaria y transparente, desde la categoría de auxiliar en la estación de su pueblo natal, Sierra Bermeja, atravesando todo el escalafón. Entre los amigos don Leandro solía decir que “el ferrocarril me lo dio todo en la vida y yo he dado mi vida por el ferrocarril”. En el rico anecdotario que desplegaba en amables charlas, casi siempre los viernes a la noche en la sobremesa de la cena de viejos amigos en el restaurante del hotel Argentino, había una que repetía frecuentemente, a pedido de sus conterturlios.
Con 27 años recién cumplidos había conseguido el ascenso a auxiliar de primera categoría, como encargado del apeadero de Paja Blanca, donde era personal único. Los sábados y domingos a la tarde, con suficiente antelación al horario de paso de los trenes de esas jornadas, la empresa autorizaba al personal para usar la línea telegráfica con mensajes privados entre camaradas de trabajo, y de esta forma de una estación a la otra se enviaban salutaciones por los cumpleaños o temas de índole particular como “jefe de estación Colonia Alemana ofrece en venta cama chica con respaldo de caños y colchón de lana recién cardado, consultar precio, se acepta permuta por ropero o juego de sillones”. Precisamente desde esa localidad, distante cuatro leguas de Paja Blanca, sonó una tarde el mensaje de seis palabras que interrumpió el canto de las chicharras y Leandro pudo interpretar velozmente: “Buenas tardes cómo se encuentra usted”. ”Me encuentro muy bien. ¿Quién emite en ésa, el señor jefe de estación Colonia Alemana?” contestó de inmediato. Hubo un par de interminables minutos de silencio y después, del otro lado, el tableteo cifrado respondió: “Soy Antonia, la hija del jefe de estación, autorizada por mi padre”. Por supuesto que el corazón del joven Leandro Pinta pegó un salto, porque en un par de ocasiones había visto pasar en el tren al señor Alegre, jefe de Colonia Alemana, acompañado de su esposa e hija, y bien que no podía olvidarse de los ojos negros y el cabello rizado que le llegaba hasta la cintura de la muchacha. Aquella tarde el intercambio vía Morse giró sobre temas del clima, pero quedaron en encontrarse algunos días después, en el pueblo donde vivía la joven. “A la semana ya estábamos de novios, y al año siguiente, cuando pasé como encargado a Gobernador Cortés, le pedí a don Alegre la mano de Antonia y nos casamos al poco tiempo, porque en la misma estación tenía una pequeña casita. Y gracias al telégrafo ya vamos para veinticinco años, aunque ustedes no lo crean”, cerraba el relato, siempre sorprendente.
Durante muchos años don Leandro Pinta desempeñó la jefatura ferroviaria en Santa Marta. Era excesivamente cuidadoso en la rendición de la caja de la boletería y en el aseo de las instalaciones, con especial atención en los sanitarios públicos, el de caballeros instalado en el andén, y el de damas, como parte de la sala de espera exclusiva para mujeres que la original administración británica había impuesto como estilo discriminador. Alguna vez Martita Favaro, la revistera, quiso dejarle como obsequio su preferida Selecciones como agradecimiento por cuidarle las revistas en venta, pero don Leandro casi se ofende, considerando que esa acción podía ser considerada inmoral. La fama del esmero puesto por la totalidad del personal, 18 hombres en diversas tareas, sumado a la limpieza y el orden general, hicieron que la dependencia de Santa Marta recibiese en cinco oportunidades el premio a la Mejor Estación del ramal entre Bahía Buena y Los Lagos. En uno de esos años la alta calificación llegó a oídos de un senador nacional del partido gobernante de turno, que viajaba hacia el sur. Fue así el político descendió del coche dormitorio, con ánimo de conocer a don Leandro y felicitarlo. Lo estrechó en un fuerte abrazo, le entregó una tarjeta y le preguntó: “en qué puedo serle útil, señor jefe?”. Y don Leandro Pinta, muy serio como siempre, le contestó: “en hacer que las cenizas del cigarro que está fumando caigan en la salivadera que está en ese rincón”.
(*) Carlos Espinosa, 2021, del libro “La sequía y otros folletines al sur”.