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¿Qué entregamos exactamente cuando decimos “Sí, acepto” a la conexión que el Gobierno de la Ciudad proporciona de manera gratuita a los usuarios?
Si usted está leyendo esta nota y vive en la ciudad de Buenos Aires, pregúntese si alguna vez usó el wifi del subte. Ahora piense si, antes de aceptar los términos y condiciones, los leyó. En voz bien alta, diga por qué no lo hizo (si no vive en Buenos Aires puede pensar en cualquier servicio de las llamadas “smart cities”: wifi gratuita en el aeropuerto de Amsterdam, de la CDMX o de cualquier otro lugar del mundo). Recuerde si alguna otra vez en su vida firmó un contrato sin leerlo. Acepte que los tiempos han cambiado y, la próxima vez, cuídese.
Ahora, piense si firmaría un contrato en el que por usar internet durante unos minutos estuviera entregando datos como: modelo de equipo, dirección IP, datos sobre su ubicación física geolocalizada y, si se registrara, también nombre, apellido, tipo y número de documento y/o CUIT y/o CUIL, género, dirección de mail, nacionalidad, contraseña, confirmación de contraseña, preguntas secretas, teléfonos, dirección y código postal.
Piense si firmaría un contrato en el que por usar internet durante unos minutos cediera su voz y sus fotos para publicidades del subte o del Gobierno de la Ciudad. ¿No lo haría? ¿Aceptó el wifi del subte? Porque allí, en el contrato, dice que el usuario presta “su expresa conformidad para la utilización y difusión de sus datos e imágenes (foto y voz) por los medios publicitarios y de comunicación” que la empresa “SBASE y/o el Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires disponga”. Si lo hizo, no debería sorprenderse si un día al entrar a la estación, ve su cara en una gigantografía con la frase: “De lunes a viernes bien temprano, (su nombre y apellido) disfruta de nuestro servicio”.
Para el especialista en derecho en internet Javier Pallero, hay una falta de conciencia absoluta de los usuarios respecto de este tipo de cesiones. “Creo que, en parte, se debe al relativo valor de la privacidad. Somos narcisistas, nos gusta exponernos, ser observados y reconocidos. Publicamos lo que estamos haciendo, lo que comemos, dónde vamos y nadie piensa demasiado en si alguien hará algo con todos esos datos”, dice.
Piense si firmaría un contrato en el que por usar internet durante unos minutos permitiría que varias reparticiones del Gobierno (las de marketing, las de impuestos, las de publicidad) pudieran utilizar sus datos y cruzarlos con otros a fin de, entre muchas otras cosas, “verificar cuentas y actividades”.
Para Valeria Milanés, directora de la Asociación por los Derechos Civiles (ADC) Digital, la mayoría de la gente que acepta este tipo de contratos no los lee antes de hacerlo. “Son contratos de adhesión sumamente largos y con terminología muy compleja. Lo que debería suceder es que el texto fuera acompañado de mensajes con ideas muy claras sobre para qué se van a usar los datos, durante cuánto tiempo, en el lenguaje más sencillo posible”, dice.
Reflexione sobre si firmaría un contrato que, según dice, puede ser modificado de un momento a otro y sin que a usted se le avise del cambio, deberá cumplirlo (“SBASE podrá establecer nuevas condiciones y/o modificaciones a cualquiera de las cláusulas contenidas en los presentes términos y condiciones y las políticas de privacidad sin necesidad de contar con la autorización del USUARIO”). No lo haría, ¿no?
El filósofo francés Michel Foucault planteó la idea de una sociedad disciplinaria. Desde niños, las personas se “domesticaban” a través de las instituciones: cumplían un horario en la escuela, para luego hacerlo en la fábrica; en casos excepcionales en el hospital, quizás en la cárcel.
Su colega Gilles Deleuze continuó ese concepto en la sociedad de control. Para Deleuze, con la masificación de la tecnología (los “collares electrónicos”) la vigilancia no necesita del encierro para ser llevada adelante. Escribe: “Félix Guattari imaginaba una ciudad en la que cada uno podía salir de su departamento, su calle, su barrio, gracias a su tarjeta electrónica (dividual) que abría tal o cual barrera; pero también cabía la posibilidad de que la tarjeta pudiera no ser aceptada tal día, o entre determinadas horas: lo que importa no es la barrera, sino el ordenador que señala la posición de cada uno, lícita o ilícita, y opera una modulación universal”.
Hoy, para describir a la sociedad actual —que seguiría a las sociedades disciplinaria y de control—, el filósofo surcoreano Byung Chul Han propone la idea de una “sociedad de la transparencia”. Una sociedad en donde todo debe ser mostrado. Esa necesidad, interna, se opone a la idea de confianza. Si a la salida de una farmacia alguien no dudara de que usted hubiera robado, ¿Por qué le exigiría que abriera el bolso y lo mostrara?
A diferencia de las sociedades anteriores, en donde los individuos estaban aislados y no se les permitía hablar entre ellos, dice Chul Han en el libro Psicopolítica: liberalismo y nuevas formas de poder: “La sociedad del control digital hace un uso intensivo de la libertad. De forma voluntaria tiene lugar una iluminación y un desnudamiento propios. La entrega de datos no sucede por coacción sino por una necesidad interna”. Así, los internautas no sólo no sufren la vigilancia, sino que ayudan a construirla de forma activa.
En su libro La sociedad de la transparencia, de 2013, Chul Han indica: “En la sociedad de la transparencia, cada sujeto es su propio objeto de publicidad. Todo se mide en su valor de exposición. (…) Todo está vuelto hacia afuera, descubierto, despojado, desvestido y expuesto”.
Dice Pallero que la falta de conciencia de cómo entregamos nuestros datos es peligrosa teniendo en cuenta que, en el caso del wifi del subte o de los servicios provistos por las llamadas smart cities, los datos no terminan en una empresa privada sino en el Estado, que, por el momento, “es el único que todavía tiene la capacidad de quitarte los bienes, privarte de la libertad o, bajo ciertas circunstancias, pegarte un tiro legalmente”. Se pregunta Pallero: “¿es realmente necesario saber el CUIT de una persona, el lugar en el que está de pie, para proveerle conexión a internet?”.
Piense si firmaría un contrato que, según dice, debería estar disponible en internet para la consulta de cualquier usuario que lo haya firmado (en http:/buenosaires.gob.ar/) y, sin embargo, cuando uno entra a esa página se encuentra con noticias del tipo: “Finalizó la campaña de humor en el subte para mejorar la convivencia”, pero nada más. Y si copia y pega, en algún buscador digital, fragmentos de los usos y condiciones que revisó en el andén descubre que no están subidos a la web: el único momento que usted tiene para verificar qué contrato firmó es mientras está en el subte. Pero, usted, ¿ha revisado ese contrato?
Piense si firmaría un contrato en el que figura que si le roban el celular y hacen alguna trastada, de cualquier modo usted es responsable (“El USUARIO responde por el uso correcto de la conexión, obligándose a evitar realizar cualquier tipo de acción que pueda dañar sistemas, equipos; servicios accesibles o sitios web, directa o indirectamente a través del Servicio y de acuerdo con las normas contenidas en el presente documento”). En términos legales, dice Pallero, esto es un “abuso absoluto”; ya que más allá de los comunes manotazos por la ventanilla antes de que el subte arranque, hay muchos ataques informáticos que consisten en usar el dispositivo del usuario para hacer daño. En Derecho: “atribución de responsabilidad objetiva”. Independientemente de quién haya chocado su auto, si usted es el titular deberá pagar el seguro.
“Para el Derecho, esto va en contra de todos los estándares de internet, en particular de uno de los llamados Principios de Manila que dice que para ser responsable de algo en internet debe haber una prueba concreta de que hiciste el daño, más allá de que seas el dueño de esa IP o de ese teléfono”, explica Pallero.
En Derecho, atribución de responsabilidad subjetiva: si existiese, el daño penal que generó haber chocado el auto recaerá sobre la persona que manejaba (independientemente de quién sea el dueño).
Para Pallero, analista de Políticas Públicas en la ONG Acces Now, “estos términos están tomados de contratos privados que no son adecuados para un contrato de servicios públicos”. Por otro lado, explica, la ley argentina de protección de datos personales (ley 25.326), publicada en el boletín oficial en noviembre del año 2000, “se modeló de acuerdo a la directiva de protección de datos europea de 1995. Demasiado viejo todo”. (Algo análogo ocurre con la ley de Protección de datos personales de la Ciudad de Buenos Aires: sancionada en noviembre de 2005).
La directora de ADC Digital cree que, aun si leyeran y pudieran entender los entreverados términos y condiciones del contrato de uso del wifi en el subte, los usuarios no cuestionarían el hecho de regalar su información. “El argentino, que da su huella desde que nació, no tiene una resistencia idiosincrática a la entrega de datos personales. Creo que hay que problematizar esto, porque con el crecimiento tecnológico que hubo en los últimos años, los datos construyen nuestra identidad”, dice.
“Se supone que el Estado no tiene que ser una empresa que está tratando de negociar de la manera más agresiva posible para que vos le des todo a cambio de nada: esa ley de la selva capitalista de la empresa no debe aplicarse al Estado. El Estado debe tener un interés superior que es público”, dice Pallero y explica que una buena práctica sería que se guardaran la mínima cantidad de datos posibles. No sólo para que, como ya ha sucedido en la Argentina, el Estado no envíe a discreción agentes de la AFIP o escuche ilegalmente a ciertos ciudadanos, sino para no juntar información que luego alguien pudiera robar con fines (más) espurios.
En los términos y condiciones del contrato se indica que Subterráneos de Buenos Aires Sociedad del Estado (SBASE) “hará todo lo posible por garantizar la confidencialidad de la información personal solicitada, y de aquellos otros datos que así lo requieran, intentando que terceros ajenos al mismo no puedan acceder a ella”. ¿Es suficiente hacer todo lo posible por garantizar la confidencialidad? ¿No deberían comprometerse a garantizarla? ¿Se sentiría usted tranquilo si alguien le dijera que “intentará” que un tercero ajeno no alcance sus datos?
Si un tercero ajeno y delincuente accediera a una base de datos en la que contara con el nombre y el apellido de la persona, el teléfono que usa, su recorrido diario y las estaciones de subte que utiliza, datos sobre consumo que permitieran obtener de manera aunque sea cercana un perfil de consumo del usuario, bien podría planificar una serie de secuestros. Puede parecer una idea descabellada y tal vez lo sea, pero ¿para qué tentar al destino si se supone que el interés primordial de usar wifi en el subte es que todos estemos más conectados en una ciudad más segura? Y sin embargo, más allá de todo esto, la pregunta importante es: ¿Por qué no leyó antes de aceptar?. Este artículo fue publicado por VICE ARGENTINA (Nota enviada por nuestro colaborador señor Jorge Zatloukal)
¿Qué entregamos exactamente cuando decimos “Sí, acepto” a la conexión que el Gobierno de la Ciudad proporciona de manera gratuita a los usuarios?
Si usted está leyendo esta nota y vive en la ciudad de Buenos Aires, pregúntese si alguna vez usó el wifi del subte. Ahora piense si, antes de aceptar los términos y condiciones, los leyó. En voz bien alta, diga por qué no lo hizo (si no vive en Buenos Aires puede pensar en cualquier servicio de las llamadas “smart cities”: wifi gratuita en el aeropuerto de Amsterdam, de la CDMX o de cualquier otro lugar del mundo). Recuerde si alguna otra vez en su vida firmó un contrato sin leerlo. Acepte que los tiempos han cambiado y, la próxima vez, cuídese.
Ahora, piense si firmaría un contrato en el que por usar internet durante unos minutos estuviera entregando datos como: modelo de equipo, dirección IP, datos sobre su ubicación física geolocalizada y, si se registrara, también nombre, apellido, tipo y número de documento y/o CUIT y/o CUIL, género, dirección de mail, nacionalidad, contraseña, confirmación de contraseña, preguntas secretas, teléfonos, dirección y código postal.
Piense si firmaría un contrato en el que por usar internet durante unos minutos cediera su voz y sus fotos para publicidades del subte o del Gobierno de la Ciudad. ¿No lo haría? ¿Aceptó el wifi del subte? Porque allí, en el contrato, dice que el usuario presta “su expresa conformidad para la utilización y difusión de sus datos e imágenes (foto y voz) por los medios publicitarios y de comunicación” que la empresa “SBASE y/o el Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires disponga”. Si lo hizo, no debería sorprenderse si un día al entrar a la estación, ve su cara en una gigantografía con la frase: “De lunes a viernes bien temprano, (su nombre y apellido) disfruta de nuestro servicio”.
Para el especialista en derecho en internet Javier Pallero, hay una falta de conciencia absoluta de los usuarios respecto de este tipo de cesiones. “Creo que, en parte, se debe al relativo valor de la privacidad. Somos narcisistas, nos gusta exponernos, ser observados y reconocidos. Publicamos lo que estamos haciendo, lo que comemos, dónde vamos y nadie piensa demasiado en si alguien hará algo con todos esos datos”, dice.
Piense si firmaría un contrato en el que por usar internet durante unos minutos permitiría que varias reparticiones del Gobierno (las de marketing, las de impuestos, las de publicidad) pudieran utilizar sus datos y cruzarlos con otros a fin de, entre muchas otras cosas, “verificar cuentas y actividades”.
Fotografías por Paloma Navarro Nicoletti
Para Valeria Milanés, directora de la Asociación por los Derechos Civiles (ADC) Digital, la mayoría de la gente que acepta este tipo de contratos no los lee antes de hacerlo. “Son contratos de adhesión sumamente largos y con terminología muy compleja. Lo que debería suceder es que el texto fuera acompañado de mensajes con ideas muy claras sobre para qué se van a usar los datos, durante cuánto tiempo, en el lenguaje más sencillo posible”, dice.
Reflexione sobre si firmaría un contrato que, según dice, puede ser modificado de un momento a otro y sin que a usted se le avise del cambio, deberá cumplirlo (“SBASE podrá establecer nuevas condiciones y/o modificaciones a cualquiera de las cláusulas contenidas en los presentes términos y condiciones y las políticas de privacidad sin necesidad de contar con la autorización del USUARIO”). No lo haría, ¿no?
El filósofo francés Michel Foucault planteó la idea de una sociedad disciplinaria. Desde niños, las personas se “domesticaban” a través de las instituciones: cumplían un horario en la escuela, para luego hacerlo en la fábrica; en casos excepcionales en el hospital, quizás en la cárcel.
Su colega Gilles Deleuze continuó ese concepto en la sociedad de control. Para Deleuze, con la masificación de la tecnología (los “collares electrónicos”) la vigilancia no necesita del encierro para ser llevada adelante. Escribe: “Félix Guattari imaginaba una ciudad en la que cada uno podía salir de su departamento, su calle, su barrio, gracias a su tarjeta electrónica (dividual) que abría tal o cual barrera; pero también cabía la posibilidad de que la tarjeta pudiera no ser aceptada tal día, o entre determinadas horas: lo que importa no es la barrera, sino el ordenador que señala la posición de cada uno, lícita o ilícita, y opera una modulación universal”.
Hoy, para describir a la sociedad actual —que seguiría a las sociedades disciplinaria y de control—, el filósofo surcoreano Byung Chul Han propone la idea de una “sociedad de la transparencia”. Una sociedad en donde todo debe ser mostrado. Esa necesidad, interna, se opone a la idea de confianza. Si a la salida de una farmacia alguien no dudara de que usted hubiera robado, ¿Por qué le exigiría que abriera el bolso y lo mostrara?
A diferencia de las sociedades anteriores, en donde los individuos estaban aislados y no se les permitía hablar entre ellos, dice Chul Han en el libro Psicopolítica: liberalismo y nuevas formas de poder: “La sociedad del control digital hace un uso intensivo de la libertad. De forma voluntaria tiene lugar una iluminación y un desnudamiento propios. La entrega de datos no sucede por coacción sino por una necesidad interna”. Así, los internautas no sólo no sufren la vigilancia, sino que ayudan a construirla de forma activa.
En su libro La sociedad de la transparencia, de 2013, Chul Han indica: “En la sociedad de la transparencia, cada sujeto es su propio objeto de publicidad. Todo se mide en su valor de exposición. (…) Todo está vuelto hacia afuera, descubierto, despojado, desvestido y expuesto”.
Dice Pallero que la falta de conciencia de cómo entregamos nuestros datos es peligrosa teniendo en cuenta que, en el caso del wifi del subte o de los servicios provistos por las llamadas smart cities, los datos no terminan en una empresa privada sino en el Estado, que, por el momento, “es el único que todavía tiene la capacidad de quitarte los bienes, privarte de la libertad o, bajo ciertas circunstancias, pegarte un tiro legalmente”. Se pregunta Pallero: “¿es realmente necesario saber el CUIT de una persona, el lugar en el que está de pie, para proveerle conexión a internet?”.
Piense si firmaría un contrato que, según dice, debería estar disponible en internet para la consulta de cualquier usuario que lo haya firmado (en http:/buenosaires.gob.ar/) y, sin embargo, cuando uno entra a esa página se encuentra con noticias del tipo: “Finalizó la campaña de humor en el subte para mejorar la convivencia”, pero nada más. Y si copia y pega, en algún buscador digital, fragmentos de los usos y condiciones que revisó en el andén descubre que no están subidos a la web: el único momento que usted tiene para verificar qué contrato firmó es mientras está en el subte. Pero, usted, ¿ha revisado ese contrato?
Piense si firmaría un contrato en el que figura que si le roban el celular y hacen alguna trastada, de cualquier modo usted es responsable (“El USUARIO responde por el uso correcto de la conexión, obligándose a evitar realizar cualquier tipo de acción que pueda dañar sistemas, equipos; servicios accesibles o sitios web, directa o indirectamente a través del Servicio y de acuerdo con las normas contenidas en el presente documento”). En términos legales, dice Pallero, esto es un “abuso absoluto”; ya que más allá de los comunes manotazos por la ventanilla antes de que el subte arranque, hay muchos ataques informáticos que consisten en usar el dispositivo del usuario para hacer daño. En Derecho: “atribución de responsabilidad objetiva”. Independientemente de quién haya chocado su auto, si usted es el titular deberá pagar el seguro.
“Para el Derecho, esto va en contra de todos los estándares de internet, en particular de uno de los llamados Principios de Manila que dice que para ser responsable de algo en internet debe haber una prueba concreta de que hiciste el daño, más allá de que seas el dueño de esa IP o de ese teléfono”, explica Pallero.
En Derecho, atribución de responsabilidad subjetiva: si existiese, el daño penal que generó haber chocado el auto recaerá sobre la persona que manejaba (independientemente de quién sea el dueño).
Para Pallero, analista de Políticas Públicas en la ONG Acces Now, “estos términos están tomados de contratos privados que no son adecuados para un contrato de servicios públicos”. Por otro lado, explica, la ley argentina de protección de datos personales (ley 25.326), publicada en el boletín oficial en noviembre del año 2000, “se modeló de acuerdo a la directiva de protección de datos europea de 1995. Demasiado viejo todo”. (Algo análogo ocurre con la ley de Protección de datos personales de la Ciudad de Buenos Aires: sancionada en noviembre de 2005).
La directora de ADC Digital cree que, aun si leyeran y pudieran entender los entreverados términos y condiciones del contrato de uso del wifi en el subte, los usuarios no cuestionarían el hecho de regalar su información. “El argentino, que da su huella desde que nació, no tiene una resistencia idiosincrática a la entrega de datos personales. Creo que hay que problematizar esto, porque con el crecimiento tecnológico que hubo en los últimos años, los datos construyen nuestra identidad”, dice.
“Se supone que el Estado no tiene que ser una empresa que está tratando de negociar de la manera más agresiva posible para que vos le des todo a cambio de nada: esa ley de la selva capitalista de la empresa no debe aplicarse al Estado. El Estado debe tener un interés superior que es público”, dice Pallero y explica que una buena práctica sería que se guardaran la mínima cantidad de datos posibles. No sólo para que, como ya ha sucedido en la Argentina, el Estado no envíe a discreción agentes de la AFIP o escuche ilegalmente a ciertos ciudadanos, sino para no juntar información que luego alguien pudiera robar con fines (más) espurios.
En los términos y condiciones del contrato se indica que Subterráneos de Buenos Aires Sociedad del Estado (SBASE) “hará todo lo posible por garantizar la confidencialidad de la información personal solicitada, y de aquellos otros datos que así lo requieran, intentando que terceros ajenos al mismo no puedan acceder a ella”. ¿Es suficiente hacer todo lo posible por garantizar la confidencialidad? ¿No deberían comprometerse a garantizarla? ¿Se sentiría usted tranquilo si alguien le dijera que “intentará” que un tercero ajeno no alcance sus datos?
Si un tercero ajeno y delincuente accediera a una base de datos en la que contara con el nombre y el apellido de la persona, el teléfono que usa, su recorrido diario y las estaciones de subte que utiliza, datos sobre consumo que permitieran obtener de manera aunque sea cercana un perfil de consumo del usuario, bien podría planificar una serie de secuestros. Puede parecer una idea descabellada y tal vez lo sea, pero ¿para qué tentar al destino si se supone que el interés primordial de usar wifi en el subte es que todos estemos más conectados en una ciudad más segura? Y sin embargo, más allá de todo esto, la pregunta importante es: ¿Por qué no leyó antes de aceptar?. Este artículo fue publicado por VICE ARGENTINA (Nota enviada por nuestro colaborador señor Jorge Zatloukal)