ACTUALIDAD
Luego de tres
meses de la tragedia de Once, finalmente el Estado nacional rescindió el
contrato con Trenes de Buenos Aires para la concesión de las líneas Sarmiento y
Mitre. Por ahora el servicio será gestionado por Metrovías y Ferrovías. Al
parecer, el objetivo es volver a concesionar el servicio a una firma privada.
Una vez más,
aunque se lo acuse de demora, el Gobierno muestra capacidad de decisión en
áreas sensibles. Sin embargo, con el transporte ferroviario sucede lo mismo que
con la cuestión energética; la situación no se resuelve con sintonía fina, como
puede ser volver a concesionar. Al igual que con YPF, se necesita un cambio
estructural que rompa con las transformaciones introducidas por el
neoliberalismo, las verdaderas causantes del panorama actual.
La secuencia
de los hechos es conocida. En determinado momento, las empresas estatales se
volvieron fuertemente deficitarias e ineficientes. Sucedió con los servicios
públicos más esenciales, Obras Sanitarias, Agua y Energía, Entel, pero también
con YPF, Aerolíneas y Ferrocarriles Argentinos, entre tantas. El proceso no fue
espontáneo. Aunque en perspectiva histórica el deterioro fue perfeccionado con
las privatizaciones del menemismo, se trató de un ciclo mucho más largo, de
décadas, que demandó convencer a la población de que el Estado era un pésimo
administrador.
Mirando
solamente aquello que se hizo mal, las empresas públicas fueron operadas con la
lógica de la mala política. Se las usó para acomodar militantes, resolver
problemas de empleo de las regiones y, durante la última dictadura, hasta para
tomar deuda externa. En contextos de desorden macroeconómico, también se abusó
de los objetivos legítimos, como el subsidio de tarifas hasta escindirlas
completamente de los costos. El resultado fue el déficit estructural galopante
no sólo de las empresas, sino de las cuentas públicas. A los Bernardos de ayer,
como a los de hoy, no les costó mucho transmitir la idea de que todo lo que hacía
el Estado era, inevitablemente y por antonomasia, corrupto.
En paralelo,
para quienes sólo podían ver la política económica desde una óptica meramente
contable, la solución caía por su propio peso: el déficit de las cuentas
públicas se eliminaba por sus fuentes: las empresas públicas. La lógica, por
supuesto, no fue aislada, coexistió con un clima de época: el del Consenso de
Washington, cuyo dogma se sintetiza en la tríada Apertura, Desregularización y
Privatizaciones. Estas ideas fueron impulsadas por los organismos financieros
internacionales y su puesta en práctica abrió inmensas oportunidades de
negocios al capital privado –¡y público!– de los países que las impulsaban a
escala global.
Así fue como
en países como la Argentina
se dilapidó el patrimonio público acumulado por generaciones en las empresas
estatales. Durante los ’90, quienes trabajaban en las privatizaciones no
estaban preocupados por el precio recibido. Las empresas públicas eran una papa
caliente de la que había que desprenderse lo antes posible para que dejaran de
generar déficit y, en tanto este déficit se monetizaba, inflación. El éxito
consistía simplemente en desprenderse de las empresas. Como en todos los
procesos económicos, también había una ideología, la confianza infinita en el
capital privado y en su eficiencia intrínseca.
Por entonces
era muy difícil sostener un discurso alternativo. El “trending topic” bajo el
peronismo noventista era claro: “no quedarse en el ’45”. Como correspondía a
una panacea de época, se agregaba que las privatizaciones serían ubérrimas en
externalidades positivas. Servirían para eliminar los déficit, reducir la deuda
externa y, mediante los PPP (los Programas de Propiedad Participada), los
antiguos empleados pasarían de “proletarios a propietarios”.
Las promesas,
como hoy prácticamente todo el mundo sabe, no se cumplieron. Con las leyes de
los López Murphy, algo salió mal. Lo primero que sucedió con las empresas
privatizadas fue que achicaron violentamente su personal y las tarifas se
dispararon restringiendo el ingreso disponible de los asalariados. El sueño de
los proletarios propietarios se esfumó con la dilución de los PPP en cada una
de las ampliaciones de capital y con la imposibilidad de la reproducción simple
del capital de las indemnizaciones, que se destinaron mayoritariamente a taxis,
remises, canchas de paddle y los célebres parripollos. La tierra prometida de
la nueva estructura productiva basada en servicios nunca se volvió firme.
Finalmente,
el capital privado tampoco estuvo a la altura de la eficiencia prometida.
Muchas empresas públicas se vaciaron, otras muchas se reprivatizaron y, por
regla general, el grueso de los servicios empeoró. Tras el fin de la fiesta
neoliberal, que terminó en la peor crisis económica de la historia, algunas de
estas empresas debieron reestatizarse y otras muchas, aunque quedaron en manos
privadas, se volvieron sistémicamente dependientes de los subsidios.
Por regla
general, el kirchnerismo sólo reestatizó cuando ya no le quedaron alternativas.
Siempre lo hizo por necesidad, no por convicción. Así ocurrió en materia
energética, ámbito en el que ensayó un sistema de intervención mixta hasta que
el déficit externo no dejó otra alternativa que retomar el control estatal de
YPF. Así lo hace hoy con una empresa de transporte ferroviario, ámbito en el
que se resiste a asumir el cambio drástico que probablemente se necesite.
La
experiencia permite predecir que otra administración privada sólo dilatará la
solución de fondo: que el Estado recree Ferrocarriles Argentinos, que asuma que
el trasporte público de trenes significa también, en tanto fuente de ingresos
extrasalariales para miles de trabajadores urbanos y de baja de costos de
producción en muchas ramas, un factor de redistribución del ingreso y de
dinamización de la economía y las regiones. Es además un vehículo ideal para la
expansión de la inversión pública, una herramienta contracíclica en un momento
de freno de la expansión del producto. Adicionalmente, si se retoman proyectos
como el del Tren de Alta Velocidad, puede ser una herramienta para el avance
tecnológico de diversas ramas industriales. Por último, el dato clave, las
necesidades de inversión para la reconstrucción de una red ferroviaria moderna
jamás, por su magnitud y dimensión social, podría ser hecha por el sector
privado.Página12
¿capacidad de decisión? despues de 8 años lo único que hicieron fue corrupción, lo mismo que en el sector energetico. ¿a quien le van a echar la culpa? hasta que no reconozcan los errores y echen a los funcionarios ineptos y corruptos nada va a cambiar.
ResponderEliminarMuy buen artículo, muy didáctico para los argentinos menores de cuarenta años.
ResponderEliminarDigno de ser parte de la bibliografía obligatoria para clases de historia o instrucción cívica (si esas materias existen aún.
Saludos a CF,
Esteban Fernandez Righi, Carapachay.
Algo para destacar: en un diario como Página 12 que recibe millones de dólares de publicidad oficial, me parece algo sano que exista un editorial crítico del gobierno; todos coincidimos con los mismo: hay que cambiar la matriz de subsidios para el transporte público; es un cambio que no va a ser fácil, en muchos casos significaría un aumento de tarifas; pero es algo necesario, muchos países lo están haciendo: en Francia después del 2000 se priorizó la inversión ferrovaria a las autopistas, en China la red ferroviaria creció muchísimo en los últimos años, se conectaron ciudades como Lhasa en el Tíbet; en Japón se renovaron muchas formaciones de los TAV y se en muchos casos se bajaron tiempos de viajes, en Israel se planea contruir una línea férrea que conecte el mar Rojo con el Mediterráneo como una alternativa al canal de Suez, en Estados Unidos y Brasil se fomenta el transporte de carga por ferrocarril; lamentablemente acá vamos a contramano: seguimos cediendo terrenos ferrovarios, transformando estaciones en "museos" y "centros culturales", creando y proyectando "metrobuses" en lugar de tranvías o trenes livianos; llenando las rutas de camiones en lugar de transportar por tren y barcazas; en fin así nos va.
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