La primera impresión es buena.
Con una iluminación cuidada, que busca resaltar sus líneas neoclásicas de inspiración francesa, la fachada exterior de la Estación Sud se muestra imponente, dominando el paisaje de la avenida Cerri con la autoridad que le confiere un siglo de existencia.
Foto: Rodolfo Risciotti
El encanto que despiertan las refacciones y la cálida confitería, con sus paredes de nogal cubiertas por discos prestados por el Club del Vinilo, se desvanece en apenas diez metros, apenas se cruza el umbral que lleva al hall de entrada.
Es ahí, exactamente en el sector previo a las boleterías, donde aparecen las primeras señales de abandono. No hay luz ni calefacción, pero sí anticipos del viento helado que corre a lo largo del andén.
Son casi las 19 horas de un jueves, y la temperatura apenas supera los 3ºC.
Dentro de 40 minutos saldrá el tren 1352 con destino a la Estación Constitución, por vía Lamadrid, en un viaje de 680 kilómetros que se parece más a la procesión de un Vía Crucis que a un recorrido comercial.
La comparación no es antojadiza: hay paradas previstas en Tres Picos, Tornquist, Dufaur, Saavedra, Pigüé, Arroyo Corto, Cura Malal, Coronel Suárez, La Colina, General Lamadrid, Las Martinetas, Olavarría, Hinojo, Azul, Cacharí, Las Flores, Coronel Boerr, Vilela, Gorchs, Videla Dorna, San Miguel del Monte, Abbott, La Noria y Cañuelas.
Si todo sale bien, el viaje demandará unas 14 horas 40 minutos. Nunca menos, pero casi siempre un poco más.
La formación de esta noche tiene siete vagones: tres de la clase Turista, dos de Pullman, uno de Primera y el coche Comedor. Datan de 1978, al igual que la locomotora diesel General Motors GT-22, rearmada hace poco en los Talleres Maldonado.
Por las ventanas, astilladas por piedrazos, puede verse que ya subieron cerca de 20 pasajeros, en su mayoría gente mayor o con niños, que quisieron resguardarse del frío invernal.
Otros cinco, más jóvenes, aprovechan los últimos minutos en el andén para fumar un cigarrilo a las apuradas o para buscar agua caliente para el termo. Todos ellos, sin excepción, llevan una frazada junto con el bolso o la mochila.
Saben que la madrugada traerá temperaturas bajo cero y que la calefacción no siempre viene incluida con el pasaje.
Los dos vendedores ambulantes que suelen caminar por la Estación ni siquiera se esfuerzan por captar su atención con ofertas de bebidas y golosinas.
Todos parecen resignados a su suerte de bolsillos vacíos.
Apenas se suben los dos peldaños de la escalerilla, la Primera clase empieza a mostrar toda su orfandad. Los baños ya están sucios, con ese olor ácido propio de la orina rancia.
En la puerta que separa a ese cubículo del vagón propiamente dicho, un aviso escrito con marcador blanco cruza la puerta en diagonal y es imposible no verlo: "Hago p... a domicilio (0227) 154...". No se sabe si es broma u oferta, pero da lástima.
Dentro, el pasillo parece con el piso recién barrido. "Esto de hoy es un lujo", suelta Eduardo, un pasajero que dice realizar el mismo viaje con cierta frecuencia. "Casi siempre es un asco, lleno de papeles, basura y charcos de agua", cuenta.
Es curioso: pese a sus críticas, remarca que no cambiaría el tren por ninguna otra forma de transporte, ni siquiera si los ómnibus decidieran bajar sus elevadas tarifas.
La mayoría de los sillones de cuerina verde están desgarrados, dejando ver sus tripas de gomaespuma. No queda claro si están así por la falta de mantenimiento o por la desidia de pasajeros desaprensivos. En todo caso, todavía permiten que alguien se siente y eso es lo único que le importa a la empresa.
Faltan algunas luces en el techo, pero eso no impide ver las pintadas que invocan a varios clubes del fútbol local, bandas de rock o apodos personales que testimonian el paso por este mismo espacio, en algún pasado reciente que también fue desangelado.
Por 55 pesos podría ofrecerse algo más digno.
El sector Pullman luce algo mejor, acaso por la brisa tibia que llega desde el sistema de calefacción, por la luz más intensa o porque los sillones, en este caso azules, están menos castigados.
Apenas hay cuatro pasajeros. Tienen caras de sueño, de frío, de ese fastidio casi imperceptible que tienen todos los viajeros en tránsito.
Nelly y Alberto, un matrimonio de jubilados ferroviarios, cree que el viaje no es tan malo y que si bien la era dorada de los rieles terminó hace décadas, algo mejor aguarda en las estaciones del porvenir. Para ella, hay una esperanza concreta: Dios se encargará de salvar a los trenes argentinos.
Aquí también el piso parece limpio, pero la mugre de las ventanillas apenas si deja intuir qué hay del otro lado, quizás el lado optimista que doña Nelly logra ver con su fe. Pero lo más parecido que pasa es la sombra de un perro.
La clase Turista es la que reúne más gente, pero también más descuido. Hay restos de envoltorios, una tira de papel higiénico, manchas que parecen de algún café derramado, apoyabrazos que se salen de su lugar y hasta una de las ventanas no cierra del todo. Sólo falta que se corte la luz para completar la humillación.
Ya nada queda de los tiempos del pujante Ferrocarril del Sud, de cuando los trenes llevaban y traían trabajo, esperanzas y novedades; esto ni siquiera se parece a la etapa más modesta del Ferrocarril Roca, cuando sus vías mantenían con vida a varios pueblos de la provincia.
Hoy sobrevive algo llamado Ferrobaires, un complejo esquema burócratico-sindical que se reparten las firmas Ferro Expreso Pampeano, Ferrosur Roca y la Ugofe, enemistadas entre sí y siempre dispuestas a no darse una mano.
Nada parece alterar este esquema. Ni siquiera las supuestas buenas noticias llegadas hace poco desde La Plata: la intervención a cargo de Antonio Maltana anunció una serie de modernizaciones, las primeras en décadas.
Fue una noticia que los viejos empleados de la estación tomaron con un optimismo moderado, como si ya la hubieran escuchado varias veces. Y no están tan equivocados, porque hasta ahora todo se limitó a recibir vacunaciones contra la gripe y promesas de otra tanda de vacunas contra el tétanos.
Aunque, en verdad, hay algo más: desde Maldonado cuentan que toda la modernidad prometida se limitará a una prolija pintada de vagones y locomotoras con los colores naranja y blanco, como ya deslizaron desde las oficinas centrales.
Son los mismos tonos que utliza la gobernación en su publicidad institucional.
El guarda, que se presentó como "Fumagalli", hace sonar el silbato: es el último aviso antes de la salida.
Son unos 40 pasajeros; el resto se irá subiendo a lo largo del derrotero.
El motor diesel aumenta la potencia y comienza a adelantarse, primero con desgano, como desperezándose. Pero enseguida la mole de acero cobra impulso y empieza a perderse por el punto de fuga que va hacia el cruce de la calle Brandsen.
Igual no podrá acelerar mucho. De hecho, difícilmente supere los 40 kilómetros por hora. El estado de las vías no lo permite.
Es lo que hay. Buen viaje. (Por: MARIANO BUREN de La Nueva Provincia)