Actualidad
A
44 kilómetros por hora, une Buenos Aires con Tucumán. Viva lo abordó para
contar sus secretos. Y tardó una eternidad.
La
Tierra completa su rotación y todavía queda un rato para que el tren que partió
de Retiro llegue a Tucumán. Más de un día a bordo y los piedrazos avisan que
nos acercamos a zona urbana. Se ven ranchos, casas pobres, no diez mansiones.
El coche comedor ofrece medialunas envejecidas. Y aparecen a los costados las
carcasas de trenes sin ventanas y con su esplendor oxidado. Por las vías del presente
entramos a una estación del pasado.
Cuando
la locomotora se detiene, parece refunfuñar. El cronómetro marca que tardamos
26 horas y 27 minutos en recorrer 1.157 kilómetros, un viaje que en 1970
demandaba 14 horas y 58 minutos. ¿Qué hemisferios nuevos se han interpuesto
entre la partida y el destino? ¿Quién ha ensanchado los husos horarios? ¿Por
qué los pasajeros de hoy ven evaporarse 11 horas y 29 minutos más de sus vidas
que los de antes, en la misma aventura?
Como
una formación en maniobras, que avanza y retrocede en busca de su ruta, esta
crónica no responde a la lógica de una cronología, pues es de un viaje a 45
kilómetros por hora al que le sobra vértigo.
Comienza
con un alerta del inspector que recibe los boletos en el andén 8 de Retiro: “¡Apúrense,
que lo pierden!”.
Los
400 pasajeros agilizan el paso, para subir a vagones verdes abollados que los
dejarán atrapados en dos amaneceres y un atardecer en cámara lenta.
Nos
lleva casi ocho horas llegar a Rosario, cuando en 1926, la locomotora a vapor
La Emperatriz cubrió esa distancia en tres horas y 21 minutos. El trayecto,
además, es el que iba a cubrir en un suspiro el Tren Bala que prometió Néstor
Kirchner y nunca se concretó. Nosotros vamos en un Tren Tortuga. Y pasa de
todo:
–¿Se
viene el fin? –pregunta una señora elegante a 15 centímetros de mi cara.
–No,
recién estamos en Zárate –alcanzo a murmurar.
–Pero
yo le pregunto si se viene el fin del mundo –insiste, y me preocupa.
–Nnnno
sé, yo voy a Tucumán...
–Ahh,
nosotros bajamos en La Banda y de ahí nos vamos a predicar a Charata, Chaco.
Somos cinco Testigos de Jehová, estamos en Primera Clase –aclara, y me alivia,
mientras me regala una revista sobre el Apocalipsis.
Nuestro
pasaje es clase Turista y debe estar entre los más baratos del mundo: 45 pesos,
menos que una pizza. Este tren cumple así una función social, al ser accesible
para gente que no puede pagar los 1.000 pesos que cuesta el micro. El servicio
estuvo interrumpido por malos manejos y se restableció hace 10 años con las
prestaciones mínimas. El boleto más caro es el de los camarotes, que sale 400
pesos y es para dos personas. Pero ahí hay sólo 12 lugares y la gente tarda
hasta seis meses en conseguirlos.
Los
pasajes se agotan enseguida, pero el tren va con tres vagones vacíos, donde
cabrían 150 pasajeros más. “Es por una reestructuración, quieren hacer todo
Pullman y Primera”, fue la respuesta de un guarda que se alejaba tras un ojo de
buey.
“Este
vagón ha sido desinfectado, desinsectizado y desratizado”, dice el Certificado
de Control de Plagas, firmado tres días antes de la partida. Otro cartel pide
“Atención. Estufa. No apoye sus pertenencias”. Pero las señales más inspiradas
son las de los baños: rectángulos rojos con siluetas negras de hombres con saco
y corbata y señoras con elegantes tailleurs. Son huellas del pasado, cuando por
la misma vía circulaba un tren veloz.
El
viejo tren, a 120 kilómetros por hora. “El Expreso Buenos Aires-Tucumán es una
formación bruñida, elegante, única. Creada por técnicos y obreros ferroviarios
argentinos. Con aire acondicionado, música ambiental, totalmente alfombrado,
informativos a bordo. Comparable a los mejores trenes del mundo y... a sólo 14
horas y 58 minutos de Tucumán”, destacaba, hace 45 años, una guía turística que
recibían los pasajeros del Ferrocarril Mitre y en tapa tenía el Obelisco, la
Casita de Tucumán y, entre ellos, una locomotora. Es una pieza de colección,
que amantes del ferrocarril acercaron a Viva, para llevar en nuestro viaje y
poder comparar.
“Hemos
procurado prever todos los detalles que pueden hacer más agradable y placentero
su viaje en este tren –señala el texto antiguo–, gozando de una temperatura
ideal, con un suave fondo musical y reconfortantes bebidas a su disposición.”
Había whiskies, vinos y bebidas blancas. Hoy, en nuestro coche comedor, no hay
agua mineral, sólo Pepsi y Seven Up.
“Si
usted viaja en dormitorio, dispone de un confortable camarote transformable
durante las horas del día en una elegante sala de estar. El Pullman le ofrece
mullidos asientos reclinables, luces de lectura y mesitas portátiles para beber
una copa, que le traerá un bien surtido bar rodante. El restaurante, totalmente
alfombrado, con espejos panorámicos y butacas individuales, es otra sorpresa
que le teníamos reservada. Cocina internacional con un ‘chef’ de primera
categoría, un ‘maitre’ experimentado, mozos cordiales, finísimos vinos a
precios equitativos y deliciosos licores, que invita la casa”, tienta el libro
antiguo, publicado por la entonces Secretaría de Obras Públicas y Transporte.
Nos
toca hoy un menú único: arroz primavera, con arvejas, tomate y jamón; y de
plato caliente pollo con papas, más postre casero de chocolate. 85 pesos. A la
noche, no queda nada. “Ahh, sí, nos quedaron dos supremas fritas a la provenzal
que eran para el personal”, ofrece un mozo. Hay 22 personas que trabajan en el
tren, con esmero. Atienden el comedor, limpian los baños, manejan la locomotora
y controlan las luces de los vagones.
Miguel
Ángel Moreno, coleccionista de películas y documentales ferroviarios, recuerda
que el cortometraje Un viaje de ensueño muestra el momento dorado de este
ferrocarril, que circuló entre 1969 y 1980: “Se lo presenta allí como un lujoso
hotel sobre ruedas, un mensajero de acero entre la Capital Federal y la ciudad
de San Miguel de Tucumán, el resultado de una acción sin desmayos de los
trabajadores ferroviarios y uno de los mejores trenes del mundo”.
En
aquel tren, que salía tres veces a la semana, se subían 1.200 personas. En el
de hoy, que sale lunes y viernes, apenas viaja una tercera parte.
“Los
argentinos no tenemos razón alguna para envidiar a los grandes trenes europeos,
americanos o japoneses. Si nos lo proponemos, podemos tenerlos similares o en
grado mejorado”, se esperanzaban por entonces, cuando el tren alcanzaba picos
de velocidad de 120 kilómetros por hora, imposible ahora. La guía turística
nunca imaginó este presente. Y por eso dejó esta frase: “Sabemos que el clima
de confort es contagioso. Es muy probable entonces que el viaje le parezca corto,
demasiado corto”.
El
paisaje no se ve. En un viaje largo, lo mejor suele estar en las postales del
recorrido. Pero hay planchas de acrílico opaco sobre las ventanas que impiden
ver hacia afuera con nitidez. No hay explicación para este encierro visual, hasta
que el tren enfila hacia la estación Rosario Norte y cascotes empiezan a
impactar contra la formación. Se hunde la chapa, se astilla el escudo, las
paredes se carean y los chicos se asustan.
Sol,
Yasmín y Nazareno cantan Un beso y una flor, de Nino Bravo, con una guitarra
que aguarda afinación. Ellas son de Necochea, terminaron el secundario y
emprendieron su primer viaje latinoamericano. Pasarán por Bolivia, Perú,
Ecuador y llegarán a Venezuela. Y buscarán vender pan relleno y trufas dulces
para generar divisas y no agotar las existencias.
“Tiempo
nos sobra”, coinciden, con la vida por delante. Sol mira los tonos de la
canción en una fotocopia y muestra una leyenda tatuada en su pecho que alienta
a seguir, pues reza: “Como aquello que nunca se detiene”.
En
el mismo vagón, Mariano Correa rasguea su charango, elaborado con el caparazón
de una mulita. “Trabajé en la última temporada como guardavidas en un club de
Palermo, estuve cerca de quedar efectivo, pero creo que es momento de viajar
lejos, al Norte, no sé bien adónde, pero acá tenés un buen rato para pensar el
destino final”, comenta, mientras ensaya ¿Qué ves?, de Divididos.
Mateo
y José desafían a los enviados de Viva con una guitarra más rockera, que tienen
el logo de La Renga y la cara del Che. Tocamos en conjunto Sólo le pido a Dios,
de León Gieco, y La llave, de Abel Pintos. No despertamos aplausos, aunque sí
curiosidad. En lo que dura el viaje, se podrían cantar 520 canciones.
En
esa pequeña eternidad de 26 horas y 27 minutos, también se podrían jugar 18
partidos de fútbol; o cocinar 40 bizcochuelos; o ir a Nueva York en avión,
escuchar un concierto de jazz de Woody Allen, dar una vuelta al trote en el
Central Park y volver a Ezeiza, con margen para llegar al Centro en el
colectivo 86.
Mirta
de Madrid y Gladys Santibáñez conversan y entretienen a dos nenas, que van y
vienen por los vagones. “El precio nos decidió a venir en tren, el tema es
conseguir los boletos, se forman colas larguísimas, como pasó para estas
vacaciones de invierno”, cuenta Gladys.
Impreso
en el pasaje, un renglón advierte sobre “posibles demoras por mejoramiento de
vías”. Pero, a diferencia de lo que ocurre por ejemplo en España, donde se
devuelve dinero cuando los trenes se atrasan, aquí se aclara que “no se
devolverá el importe del pasaje adquirido en caso de que opere la cancelación
de un servicio o se registre un atraso mayor a las dos horas cuando las causas
no fueran atribuibles a la empresa”.
La
“empresa” es el Estado. Se llama aquí Operadora Ferroviaria Trenes Argentinos y
se reserva el derecho de admisión de “personas en estado de ebriedad o bajo
influencia de drogas o estupefacientes; y personas que transporten armas o
sustancias inflamables”. Carteles caseros advierten también que está prohibido
“cargar el celular” y desplegar “juegos de azar” en el coche comedor,
limitación que no corre en los vagones, donde una pareja juegan su décimo
chinchón.
“¡Qué
viaje cansador!”, comentan dos señoras en uno de los baños, que pese a los
esfuerzos del que los limpia, van oliendo peor y peor. Suena un teléfono y la mamá
atiende risueña a su hijo: “Pará de cargarme, Ezequiel, te digo en serio que
llego mañana, son más de 20 horas, esto no es una escapada a Mar del Plata”.
Caminar
a la medianoche entre la locomotora y los furgones es no encontrar dos vagones
con la misma temperatura. Algunos pasajeros andan en remera, otros se tapan con
frazadas, solo unos pocos se concentran en leer, bajo un débil haz de luz.
El
delantero centro fue asesinado al atardecer, novela negra del español Manuel
Vázquez Montalbán, va dejando capítulos en Gálvez, Rafaela, Ceres, Pinto y
Colonia Dora.
Ya
rozamos tres provincias, Buenos Aires, Santa Fe y Santiago del Estero. La noche
es eterna, pero mejora en La Banda, con la línea naranja en el horizonte que
anuncia el amanecer y los pintorescos voceos de los vendedores: “Rosquete”,
“empanadilla”, “tortilla”, “quesillos”.
La
familia Silva, papá Mario, mamá Gabriela y los niños Tobías y Matías, se
despabila con mate. Llegarán a la estación y seguirán a Catamarca, a cuidar a
la abuela. Los mozos de adelante están cancheros en calentar biberones.
Despertar
en el tren a Tucumán es presentir que el viaje anotará una experiencia
inolvidable.
Hay
señal en el teléfono, entran por Twitter las noticias del diario La Gaceta. Una
se titula: “Un tren japonés que levita alcanza los 589 kilómetros por hora”.
El
nuestro es el único sobreviviente de los trenes imparables en el pasado, como,
además del “Expreso”, el “Estrella del Norte”, el “Mixto”, el “Panamericano”,
“El Cinta de Plata”, “El Norteño” y “El Tucumano”.
Por
tramos, al costado de la vía, se ven durmientes de hormigón prontos a ser
colocados, en especial entre Retiro y Rosario. Cuando los coloquen, el Tren
Tortuga será un ágil Caracol.
Llegamos
por fin a Tucumán. Ha pasado el tiempo en el que un atleta podría transpirar 12
maratones, o hasta cuatro un corredor amateur.
Desembarcamos
en la ciudad donde esta semana se festeja el 199 aniversario de la
Independencia. En un país que organiza sus políticas mirando de reojo el
Sistema Métrico Decimal, quizá se haya iniciado, con el Bicentenario a la
vista, la cuenta regresiva para arreglar el tren.
Tal
vez traigan vagones chinos, porque los talleres tucumanos de Tafí Viejo, que
iban a reavivar la industria ferroviaria nacional, no tienen el nivel de
actividad necesaria para fabricarlos. Eso va lento.Clarín.com