Porque si todo el capital se concentra en reconstruir carreteras, al cabo de un tiempo estaremos en las mismas.
En 1976 tuve la fortuna de viajar hacia la Costa desde Bogotá en tren. Un lujo de recuerdo, que las generaciones venideras jamás tuvieron porque a los Ferrocarriles Nacionales les dieron salvaje sepultura. Recuerdo que el trayecto entre la señorial estación de la Sabana y La Dorada lo hicimos en bus. Y que luego fue el delirio. A pesar de que el viaje duró 27 horas, nadie se quejó. Porque en el tren uno camina. Porque, aunque no era muy seguro, uno se podía pasar de vagón en vagón, porque tenía baños decentes y porque el paisaje desde un tren está a la mano. Viajábamos con las ventanillas abajo y el aire dulce del Magdalena medio se metía en vaharadas calurosas por todos los vagones. Y el ruido constante y repetitivo de la locomotora operaba como un mantra milagroso, que llenaba de dicha a los viajeros. Daba verdadera felicidad llegar a estaciones lejanas. Llegar a Gamarra, por ejemplo, o a Tamalameque. Una felicidad de doble vía, para la gente del pueblo y para los pasajeros. Y cuando atravesábamos la zona bananera, casi que podíamos agarrar los bananos con la mano, porque las palmas acariciaban los vagones. La naturaleza se metía en el tren, el paisaje entero viajaba dentro del tren.
Señor Cristian Valencia
Creo que fue de los últimos viajes que hizo el Expreso del Sol. Porque ya los políticos habían concertado su muerte desde la comodidad de sus oficinas o en los restaurantes de los clubes. Lo hacían para impulsar el transporte terrestre y llenar de buses de pasajeros y tractomulas las precarias carreteras de entonces. Lo hicieron bien. Los sicarios de los trenes operaron a mansalva y los mataron. Y las tractomulas comenzaron a mover la carga nacional, y los colombianos de a pie, a moverse en incómodos buses por aquellos caminos mal hechos. La hermosa sigla FF. NN. dejó de significar y las locomotoras las desguazaron o las vendieron por ahí. Me tocó ver una en un garaje. Funcionando en un garaje. Su caldera encendida y un maquinista pendiente de la temperatura y del vapor. Pero aquella no iba para ningún lado, tan solo la usaban para calentar con vapor la jalea de los bocadillos, por allá en Vélez (Santander). Hoy en día, las estaciones de los trenes son una imagen poética en el país, que funcionan como fábricas de melancolía para melancólicos.De los trenes se deben estar acordando en este momento, incluso, los sicarios de los trenes. Porque el invierno cruento de hoy en día desmontó por completo el tejido de asfalto que con tanto esmero construyeron a lo largo de 35 años. Y, de paso, nos está enrostrando la precariedad de nuestras carreteras, el brutal atraso en que nos encontramos. Al paso que vamos y si este invierno continúa, solamente se podrá viajar por Colombia en avión. Y nada más.
Para el Gobierno está siendo difícil enfrentar semejante crisis, pero, sin duda, es una oportunidad de oro para pensar de nuevo en los ferrocarriles. Pensar en serio, con inversión seria y compromiso político de verdad. Y que a la vuelta de unos años tengamos al menos la línea Santa Marta-Bogotá o Cartagena-Bogotá. Porque si todo el capital se concentra en reconstruir carreteras, al cabo de un tiempo estaremos en las mismas. Estaría bien comenzar a soñar de nuevo, ¿por qué no? Si a todas luces es el transporte más efectivo, menos contaminante y, sin duda, más humano y poético que hay. Ojalá pase.
Mientras pasa, los dejo con la imagen de dos trabajadores que cuidan la estación de tren en Gamarra. Sacan sillas mecedoras al andén y sostienen largas conversaciones. Parece que algo esperan. A veces los aborda el silencio. Entonces, uno de ellos se levanta y sigue con la mirada cómo se pierden los rieles hacia el crepúsculo. Luego se sienta otra vez, carraspea un par de veces y dice: "Qué vaina".
Hasta que anochece. Y así todos los días. Fuente:Cristian Valencia - ElTiempo.com