Relatos Ferroviarios
Con los lacios y muy rubios cabellos al viento de por entonces, enfrentando el aire fresco aunque no frío que me pegaba de lleno en mi cara de felicidad en una tarde de domingo, seguramente otoñal, iba paradito en el estribo de la motoneta “ISO” blanca y amarillo pálido que mi padre tenía por entonces.
Lo hacía tomando el manubrio con las dos manos, casi hasta la altura de los puños, a la par de las grandes manos, aunque delgadas, de mi padre, así como en estéreo, con la seguridad inmensa que a esa edad se tiene de que lo estaba ayudando a conducir. Orgulloso lo mira hacia atrás y de abajo hacia arriba, girando la cabeza para luego volver la vista al frente, como un diminuto aspirante a mascarón de proa liliputiense.
Mi madre iba sentada en el asiento trasero, acomodada de lado, por el impedimento de la pollera. Era el año 1965 ó 66 calculo, y por entonces aún no se veían mujeres con pantalones que les permitiera, entre otras libertades por entonces pendientes, montar a horcajadas aquel ciclomotor. Al menos, me refiero a la Junín de por aquel entonces.
Sobre las faldas de mi madre iba acomodado mi hermano Jorge, protegido por los brazos de mamá. Los cuatro transitábamos, en dominguero recorrido prefijado, de norte a sur por la avenida San Martín hasta General Paz y de allí, doblando a la derecha por esta última, hasta la estación de trenes. Lo hacíamos todos los domingos y siempre. Ese siempre que a los cuatro años es, siempre para siempre.
Me encantaba ese paseo, me subyugaba ese escenario de gente en movimiento, gente en esperas latentes y lánguidas, maletas y bolsos, pitidos y vapores o humos según el caso, campanazos, anuncios, voceos de los vendedores ambulantes, risas, llantos, abrazos, palmadas, manos entrelazadas hasta el último instante, murmullos cuidados y descuidados, viajeros y público, aunque más de estos últimos.
¿Por qué me resultaban tan atrapantes esas escenas que tenían como protagonista central al tren, pero también a la geografía humana? No lo sé, o en realidad sí, pero tal vez no tendría una sola respuesta.
Una tardecita de un día cualquiera pero que no era domingo, «rumbeamos» para la estación de trenes, pero esa vez no íbamos de paseo en la ISO, lo hacíamos en un taxi. De repente advertí que éramos nosotros quienes portábamos bolsos y maletas. ¿De dónde habían salido, si esos artefactos siempre los portaban otros?
Tampoco mi memoria registra aviso previo de tal acontecimiento. Me refiero a los preparativos. ¿A qué se debía? Tal vez por mi corta edad de entonces, no estaba anoticiado.
Al llegar a la estación advierto que allí nos esperaba mi tía Rosa (tía abuela en rigor) y Celia, para nosotros Mimí, prima hermana de mi madre y sobrina de aquella. Ambas muy sonrientes, algo nerviosa la tía, paraditas en el andén con una valija de aquellas de entonces, de cartón rígido color marrón con cinturones y hebillas para ajustar su cierre, más un par de bolsos y sendas carteras. Tía Rosa tenía, además, colgada de su brazo derecho, una canastita mediana de mimbre con un pequeño mantelito blanco inmaculado, con unas flores bordadas en hilos de diversos colores, dispuestas en una suerte de guarda en los bordes. Ese mantel cubría algo guardado en el interior de la cesta que no dejaba adivinar con precisión su contenido, pero por la morfología asimétrica, y por los antecedentes de la tía supuse que eran algunas delicias de su propia manufactura. No me equivocaría en eso, jamás.
Los mayores hablaban y realizaban trámites, mientras yo miraba con perplejidad de niño aquel tren estacionado a la vera del andén, con los guardas vestidos de manera impecable, enfundados en sus trajes grises, corbatas oscuras portando gorras con visera negra bien lustrosas, cada uno ubicado a la par del acceso a cada vagón, según su clase correspondiente.
Me acerco a un lado de uno de los vagones, y promediando el mismo alcanzo a leer con detenimiento, en un cartelito de madera pintado de blanco con unas letras negras que rezaban: “El Cuyano”.
– Guau! Exclamé para mí.
-“Este es el tren del que papá hablaba siempre con el abuelo”, me dije, recordando conversaciones ferroviarias habituales en ellos, pues mi padre había trabajado en el ferrocarril, y Junín aún latía al compás ferroviario.
Me quedé como en blanco. Estaba en eso cuando mi madre me sacude el hombro derecho con su mano izquierda, expresándome:
– “Es para allá la primera”!
No entendí en ese momento, pero mientras caminábamos en dirección al extremo de la formación, mi madre me iba diciendo que viajaríamos “en primera”. Recién ahí advertí, no solo la clase, tuvieron que explicarme bien eso de las clases, no solo que íbamos a viajar, sino que iría con ellas tres!! No lo podía creer, iríamos hasta Mendoza! Era un viaje para participar del casamiento del primo hermano de mi madre, el tío Héctor.
Llegamos al vagón en cuestión y mi madre me ayudó a subir aquellos altos, para entonces, escalones de hierro sólido. Entramos al vagón y sobre el meridiano del mismo, mi madre dijo:
– “Estos son”. Señalando en círculo con el dedo índice de su mano derecha a cuatro asientos de color verde, enfrentados entre sí de a pares. De un lado nos sentamos mi madre y yo, en mi caso del lado de la ventanilla, no me lo iba a perder! Frente de mi se ubicó Mimí y a su lado tía Rosa.
Mimí me señalaba que “El Cuyano” ofrecía cuatro categorías para viajar, ellas eran: Turista, que era la clase más económica, con asientos de color marrón para tres personas, muy planos y con poca comodidad. Luego estaba la primera, decía algo presuntuosa, eran asientos anatómicos verdes en filas de a dos y que se podían girar y también reclinar. Probé esa condición. Estaba fascinado.
La categoría siguiente era pulman, me dijo, mientras relataba que ese vagón tenía asientos azules, amplios, recubiertos en el respaldar con una especie de sábanas blancas y almohadas. Contaba con aire climatizado y las ventanas estaban selladas.
Enseguida vino a mi mente alguno de los recorridos que hacíamos con mis padres para ver pasar el tren, ya en las noches (seguramente sería “El Libertador” que era un tren de lujo que pasaba tarde por Junín hacia Mendoza, proveniente de Buenos Aires. Luego, hube de viajar muchas veces en él) y en mi mente de niño, imaginaba que esa sección del tren era para la gente enferma, pues los venía a todos adormilados y recostados sobre esas blancuras con luces difusas.
Finalmente, la categoría suprema eran los camarotes o coches cama. No podía creer que hubiera gente que se acostara allí, al subir en Junín y se despertara al amanecer ya para descender en Mendoza, luego de 800 kilómetros de recorrido, sin ver el paisaje por la ventanilla. Por entonces, no lo entendí. Y creo que hoy tampoco, tal vez porque me encanta colgar la mirada a través de la ventanilla y mecerme en el horizonte pampeano, brutalmente lineal y así poder navegar a través del teatro de la lamente, hacia donde ella me lleve.
El viaje fue una delicia para mis ojos y sentires de niño curioso. Recuerdo haber ido a cenar al coche comedor con mi compañía femenina. Eso era para mí una película futurista, pues en el mejor de los casos, mis padres me habían llevado a comer un emparedado al bar Maragán, o una porción de pizza a la legendaria Pizzería Ribas. Cenar con esos camareros con impecables atuendos, sirviendo en mesas con blancos manteles almidonados y con el ronronear del tren en movimiento, al lado de mi madre, tía y prima, era como estar en las nubes.
Supongo que finalmente me habré dormido tarde, pues desperté zamarreado suavemente por mi madre quien me decía que debíamos ir al baño a higienizarnos pues estábamos llegando a San Martín (Mendoza), nuestro destino final.
Luego de degustar unos increíbles alfajorcitos de maicena y dulce de leche que Tía Rosa llevara tapados en aquella canasta y de tomar un rico café con leche, “El Cuyano” aminoraba su marcha, para ir advirtiéndonos, junto al guarda que pasaba de vagón en vagón, voceando que estamos arribando a destino.
La primera imagen que recuerdo de Mendoza, es desde la ventanilla de aquel tren, mis retinas grabaron hileras de vides con las hojas ocres de mortandad otoñal, esa condición contrastaba con el cielo azul matinal tan límpido y únicamente mendocino, es un reflejo inolvidable e inalterable a través de los años, de aquel perpetuo cuadro cuyano.
Descendimos en el andén unas treinta personas, el resto seguirían hasta la ciudad de Mendoza, destino final del recorrido. Nos esperaba el tío Mario (tío de mi madre), quien nos llevó en su coche, un Chevrolet negro de la época, hasta su casa, donde nos alojaríamos.
Otro de los primeros recuerdos de Mendoza es como huele esa tierra. Cada vez que vuelvo allí, siento ese olor tan particular, mezcla de sequedad y oreos del sol siempre presente, estimulando a exudar a las jarillas en flor, el aire diáfano de un azul sin igual, los álamos altísimos en rectitud y dorados de abril, esa acuarela estaba recostada, resguardada sobre la cordillera de Los Andes al fondo, con sus picos nevados y al alcance de la mano gracias a la pulcritud de esa atmósfera única.
San Martín se me presentó como la antesala de Mendoza, con sus viñedos marrón magenta en aquel recuerdo, su cordillera como bordando el horizonte, así como las flores del mantel de la canastita de tía Rosita, que guareciera sus alfajorcitos de maicena y dulce de leche preservándolos hasta el desayuno. Las acequias refrendando su condición con un hilo venoso de cristalinidad matinal, completaban ese primer cuadro y siempre.
En cada entrada a las fincas visualizaba carteles pizarras negros con rústicos trazos en tiza blanca que seducían un convite perpetuo a duraznos frescos o en frascos según la época del año, vino patero, pan y tortitas, atados de jarilla, tomate triturado embotellado, nueces y muchas exquisiteces más, todas hechas en distanciamiento industrial, como en una factura confeccionada desde la resistencia, antiguamente adelantada a los tiempos del post progreso.
Llegamos a la casona del tío Mario, en el borde de la ciudad, casa al frente, finca al fondo. Entre una y otra, amplio patio de intersección hacía de fuelle, con su parral reinando que colaba el cielo, churrasquera y pileta de lavar la ropa a mano, a un costado. No recuerdo tanto de esa casa, pero sí de la amplísima cocina. Esos días vi allí a las mujeres trabajar sobre los productos del final del verano, acondicionándolos para poder pasar el invierno. Destino intermedio: la despensa en el sótano. Aquellos mismos productos que se ofrecían en las pizarras del acceso a las fincas, sobre aquel camino recorrido.
Aquellas cocinas en aquellas casonas eran un espacio febril, donde las ollas al fuego acunaban borboteos de agua hervida para cocinar, o mermeladas diversas a envasar, o frascos a esterilizar, o escabeches a resguardar, mientras ese fulgurar contribuía a empañar los vidrios de las ventanas.
Más allá de lo narrado hasta aquí, el centro del motivo de aquel primer viaje era para reencontrarnos con la parte italiana de nuestra parentela que se había radicado en aquella provincia, desde los inicios mismos del pasado siglo. La excusa, más concreta, el casamiento del tío Héctor.
Tampoco tengo un recuerdo claro de aquella ceremonia, pero sí rememoro con cierta claridad el tono de época, el ambiente festivo y alegre de aquella celebración. Era raro para mi asistir a ese tipo de festejos, al menos por entonces, pero ver las caras de alegría de los gringos viejos y notar la felicidad del tío Héctor y de su joven esposa, refrendada en sus rojos y brillantes cachetes, su frente ancha, su potente risa contagiosa y su ductilidad para amenizar aquella fiesta ejecutando su acordeón al son de tarantelas varias, cumbias y canciones alegres.
En mi mente de niño y cuando recorro aquellos recuerdos surge una verdadera acuarela sinfónica de sentires y texturas de gentes.
Con los años comprendí, tras muchos relatos de mi abuelo Albino, lo que significaba para ellos poder comer todos los días del producto de la tierra labrada, lo que ellos mismo generaban. El enorme contraste de aquella tierra, aunque difícil por la escasez de agua, pero a la vez generosa y abierta al músculo y a la transpiración de quienes se relacionaban con ella en asociación con el trabajo cotidiano y continuo. Lejos había quedado el amargo recuerdo de la hambruna de la Italia que habían dejado iniciando el siglo XX. Eran tiempos de alegría y de expresarla como en un exorcismo que pusiera sideral distancia con aquellos tristes tiempos de aquella Europa que vomitaba gente hacia Las Américas.
Creo que ese viaje me alimentó en ilusiones y me embriagó de sentires que se perpetuaron a través de los tiempos. Siempre habrá un penúltimo tren a Mendoza por abordar en el andén de la estación de Junín, es esa una convicción anidada en deseos arraigados en esencias de la ciudad ferroviaria, la de abuelos, tíos y padres, la de las aspiraciones futuras de hijos y nietos. Por: Sergio Pérez Rozzi para Diario La Verdad