Historias Ferroviarias
Gabriel Asenjo combatió en la Guerra de Malvinas sin estar preparado. Con los años, pudo convertir el estrés postraumático en energía para meterse en el mundo de los trenes que lo apasionaba y así llegó a Jacobacci y Esquel para revivir las centenarias locomotoras a vapor que surcan la Patagonia.
En los talleres de La Trochita, ese legendario tren a vapor que surca la Patagonia, no muchos conocen en profundidad la historia de Gabriel Asenjo, ese hombre alto y canoso de sonrisa contagiosa y obsesión por los detalles que ya es abuelo y que anda feliz entre máquinas y herramientas con las que ya revivió junto a los ferroviarios seis locomotoras a vapor fabricadas hace un siglo. Por ejemplo, que es clase 1961 y que el 2 de abril de 1981, después de la prórroga para terminar de estudiar, entró al Servicio Militar Obligatorio. Y que un año después, el mismo día que le tocaba la baja, la dictadura ocupó las Islas Malvinas. Entonces, al técnico mecánico egresado de la Enet N° 2 de San Martín que se disponía a volver a su casa en el Gran Buenos Aires, lo acuartelaron y terminó como marinero en el buque Bahía Buen Suceso.
Gabriel Asenjo en los talleres de La Trochita en Jacobacci, en la Región Sur de Río Negro. Foto: Alejandro Carnevale.
Cuando la nave encalló en Bahía Fox tras ser atacada por aviones Sea Harrier, lo sumaron a las líneas de suministros de alimentos y armas. Pero tras quedar cortadas por los bombardeos británicos, lo trasladaron junto a sus compañeros de Marinería a la estratégica Península Camber frente a Puerto Argentino.
Lo integraron allí con los hombres más preparados de la Armada, esos que debían frenar a los comandos ingleses del SAS, aunque no estuviera formado para eso. Una mañana le preguntó a un superior por dónde creía que iban a venir. Nunca olvidó la respuesta: “Mire, pibe, si lo supiera lo pongo a usted ahí para que me alerte el ruido”.
Era la noche del 13 de junio de 1982 y estaba en un pozo de zorro con techo de chapa, con un fusil FAL que no le había enseñado a usar, dos cargadores y 70 proyectiles en los bolsillos, mientras las bengalas enemigas también iluminaban los combates y delataban posiciones y temía que las balas trazantes que se veían venir lo hirieran al rebotar contra las rocas y trataba de convencerse de que hay un más allá por si el destino marcaba el final. Como pudo, disparó: «Nos cagamos a tiros», dice. Esa madrugada, hace 40 años, se preguntó por primera vez en su vida qué carajo hago acá.
El Viaje a Jacobacci
La segunda vez fue en el 2009, cuando llegó a Jacobacci con el sueño de reparar las locomotoras a vapor de La Trochita, ese entrañable tren que a partir de 1945 unió pueblos, parajes y ciudades de la Región sur de Río Negro con las de El Maitén y Esquel en Chubut en su camino hacia la Cordillera de los Andes con carga y pasajeros: 402 kilómetros para el recorrido de un tren a vapor más largo del mundo con una trocha de 75 centímetros.
En los 90, cuando ramal que para ramal que cierra, detuvo la marcha. Pero los ferroviarios resistieron y al menos lograron que ese sentimiento sobre rieles fuera reconvertido en un tren turístico con sus vagones belgas de madera y sus locomotoras norteamericanas y alemanas fabricadas hace 100 años.
Apasionado por los trenes a vapor desde chico, para Gabriel llegar a esas vías, esos galpones y talleres al sur de Río Negro, era tocar el cielo con las manos.
El hombre que aun conserva el trencito eléctrico que le regalaron a los 4 años, se vino en colectivo hasta Viedma y de ahí siguió en tren hasta Jacobacci y aquella mañana invernal desolada y lluviosa, mientras esperaba al ingeniero Fatori de Tren Patagónico al lado de una casilla de madera, guarecido de la lluvia bajo un techito en el frío de agosto, las manos en los bolsillos y dando saltitos para desentumecerse, se hizo la misma pregunta: qué carajo hago acá. Esta vez, la respuesta tendría otro final.
Busco mi destino
¿Cómo llegó hasta ahí Gabriel Asenjo? Tras regresar de la guerra, intentó tener una vida normal. No pudo: estaba irascible, se vestía con la ropa que le regalaban, no tenía un peso, se casó y se divorció rápido y cuando se animó a probar con un emprendimiento metarlúrgico se fundió.
“Yo no era un tipo respetable”, dice en una mesa del Café de la Estación en Jacobacci, las manos con rastros de grasa pese a que se las lavó, el mameluco azul con las huellas de un día de trabajo con una caldera rebelde, el pelo blanco que el viento patagónico acomoda sobre los lentes de aumento, la sonrisa gigante cuando habla de engranajes y mecanismos de precisión que toman forma de reliquias que echan humo y levantan oleadas de admiración mientras circulan por la trocha angosta y suena ese silbato que evoca tiempos gloriosos y que siempre responden bocinazos de alegría.
Entonces Gabriel cuenta que el hilo que une a la guerra con los trenes es el consejo de una psicóloga, cuando por fin aceptó tratarse de su estrés postraumático. ¿Qué le dijo? “Que pusiera la energía en algo que me apasionara”, dice mientras bebe un sorbo de jugo de naranja y mira un libro sobre la historia de La Trochita que le pasó Fatori, como le dice. Una hermosa foto lo muestra feliz en una de las locomotoras que reparó.
Amor por los trenes
¿De dónde viene esa pasión? De los mejores recuerdos infantiles, de cuando los árboles estaban pintados de blanco y veía entrar las formaciones en la estación Hurlingham del Ferrocarril San Martín con sus vagones de madera y ahí, en el oeste de Gran Buenos Aires, soñaba con ser uno de sus hombres al comando de una locomotora a vapor.
A los 7 años, en Azul, su tío ferroviario lo dejó subirse a una y muestra en el celular la foto que le sacaron, tiene la misma sonrisa que en el libro. “Yo quiero ser maquinista de una de esas”, le dijo entonces a su papá.
Mucho tiempo después, cuando aún buscaba su destino y dejar atrás la guerra, le pareció escuchar desde su casa en Hurlingham el sonido de una locomotora a vapor.
Salió disparado con su pequeña hija en el auto y así supo que un grupo de entusiastas aficionados a los trenes las reparaban nucleados en el Ferroclub Argentino. “A mi me gustaría ayudar”, dijo al presentarse a los hombres que revisaban una máquina. “Véngase el sábado”, le respondieron y volvieron a lo suyo.
Aquel primer sábado, tras cruzar la puerta, encontró por fin lo que tanto buscaba. Así se metió en ese mundo y no pasó mucho tiempo para que se convirtiera en el presidente del Ferroclub. Como si estuviera al rescate de una lengua muerta, suele explicarlo así, leyó antiguos manuales y les dedicó horas y días porque estaban escritos con palabras de otros tiempos, investigó, preguntó, fabricó piezas faltantes y se sumergió en las locomotoras a vapor en busca de lo principal: comprender cómo funcionaban. Sin eso, no hay nada, explica a las nuevas generaciones que se preocupa en formar y en las conferencias que ha dado en Japón y Estados Unidos, invitado para exponer sobre sus métodos no tradicionales. Ahora, en Chile lo contrataron para otra resucitación: una potente locomotora a vapor canadiense.
Pero antes de todo eso, a mediados del 2009, cuando entró al correo del Ferroclub un mail del ingeniero Fatori que consultaba si estarían interesados en reparar una máquina de La Trochita. Gabriel preguntó si alguien quería ir. Nadie podía. “Voy yo”, dijo cinco segundos después. Se sumó su amigo Germán.
El Palacio de Buckingham
Así llama con cariño a la antigua construcción con un cuarto, una cocina y un baño donde se hospeda cuando va a Jacobacci, a unos 50 metros de la estación y a unos 20 de la casilla donde esperó a Fatori.
En la casa a metros del taller en Jacobacci. Foto: Alejandro Carnevale
Ahí tiene los libros, la ropa, medio desparramado todo y lo que más valora, puede llegar engrasado de trabajar, algo imposible en un hotel, al que sí se muda cuando lo viene a visitar Cintia, su actual esposa, clave en su recuperación, que incluyó montar una empresa metalúrgica que fabrica piezas de alta precisión a la que sí le va bien. “Vivo de eso. Cuando me llaman del tren, vengo a arreglar locomotoras. Hasta he venido gratis. Yo pago por estar acá”, dice.
Pese a tanto entusiasmo, no le resultó sencillo entrar al mundo ferroviario en la Patagonia: no es fácil ser de otro lado y traer soluciones diferentes. Pasados los recelos iniciales, con paciencia, esfuerzo y resultados, todo está en orden y hay nuevos amigos en Jacobacci y Esquel, pero aún mantiene una polémica con gente de El Maitén, donde funciona el taller más grande, sobre las respuestas más rápidas, económicas y que requieran de menor mano de obra.
“Uno de mis grandes orgullos es haber reparado una locomotora en Esquel en solo 212 días y con un equipo de cuatro personas”, explica y se despide: debe preparar el bolso para volver a Buenos Aires.
Es que todos los 20 de junio, el día que volvieron de la guerra en 1982, se junta con sus compañeros de Malvinas en una pizzería sin que sea necesario confirmarlo. Todos saben la fecha, la hora y el lugar de ese compromiso sagrado.
Entonces, en el Palacio de Buckingham del sur de Río Negro, mientras el viento patagónico encuentra como siempre la manera de filtrarse, es tiempo de la última pregunta: ¿qué significan los trenes en la vida de este excombatiente de Malvinas? «Yo rescato a los trenes viejos del olvido, pero en verdad, ellos me rescataron a mí«, responde mientras se escucha el ruido del motor de la locomotora que las nuevas generaciones aprontan para una nueva aventura en la Patagonia.
"Uno vuelve de la guerra y dice ya está, ya fue, pero no es así"
“Fui a Malvinas y volví. Es una experiencia complicada. Uno vuelve y dice acá no pasó nada, ya está, ya fue, pero no fue así. Tuve problemas de conducta, acciones autodestructivas. Cuando acepté tratarlo con una psicóloga supe que tenía la culpa del sobreviviente”, relata.
“Es que cuando perdés compañeros y sobrevivís, no te podés perdonar estar vivo, aunque no sea tu culpa. Y no es que me escondí, simplemente no me tocó. Viví muchas años con la culpa del sobreviviente, pero como no me había pasado nada no quería tratarme. Al final lo acepté y me hizo muy bien”, agrega Gabriel.
El marinero Asenjo antes de la guerra.
Entre las escenas que le quedaron grabadas de la guerra, recuerda dos del el 14 de junio de 1982, el día que terminaron los combates. Con el alto el fuego nadie supo bien qué hacer en los primeros momentos. Estaba con sus compañeros colimbas en la Loma 4 en Península Camber cuando pasó corriendo un oficial. «¿Qué hacemos señor?», le preguntó. «No se vos pibe, yo me rajo», le contestó.
Después junto a sus compañeros quedaron detenidos en el galpón de la carpintería con los efectivos del Batallón de Infantería de Marina N° 5, la elite de la Armada. “Entregamos las armas en la tranquera, ahí sacaron la famosa foto de la pila que salió en la revista Gente. Después, el jefe del BIM 5, hizo una arenga también famosa. “Les dijo que no se mezclaran con nosotros. No me ofendió. Se sentían superiores, diferentes. Y de hecho militarmente lo eran. Yo estuve ahí sin estar entrenado para combatir, sin haber disparado un FAL. La Argentina es así…»
Historias que revivirá mañana cuando se encuentre con sus hermanos de la guerra, se pregunten por los hijos y los nietos y recuerden a los que no volvieron.DiarioRíoNegro.com