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Ventanas,
asientos y baños rotos, mal olor y gente amontonada: impresiones de una
cronista de Clarín en un viaje de terror.
En la
boletería de Plaza Constitución, la empleada imprime el pasaje, se acerca a la
ventanilla y, sin que nadie la vea, susurra: – Llevate frazadas. Y llevate un
mantel de hule y cinta porque si las ventanas no cierran, cuando atravieses el
campo te vas a descomponer del frío.
– Pero saqué
en primera clase.
– Por eso.
Lo que estaba
por venir era un viaje de 15 horas con vagones sin luz, con letrinas inundadas
y ventanillas apedreadas, con pasajeros sin boleto sentados en los pasillos
chorreados de pis, con manos moradas del frío y con sacudones tan violentos que
encendieron la paranoia de un descarrilamiento. En el tren de Ferrobaires que
va a Bahía Blanca, ésto es la primera clase.
Son las ocho
menos cuarto en la estación Constitución y el vagón de la clase “turista” está
absolutamente a oscuras. Algunos pasajeros suben tanteando los escalones con
los pies. Otros, fuerzan las ventanas y meten los bolsos con las compras que
hicieron en Once. Los familiares de los presos de la cárcel de Sierra Chica, en
Olavarría, y del penal de Saavedra, acomodan los víveres. En clase turista, los
asientos tienen las tripas sueltas y no se reclinan un centímetro. Y como la
energía se produce por generador eléctrico, cada vez que el tren arranca se
enciende una luz pálida; cada vez que frena, el vagón queda a oscuras y en
silencio, y los chicos lloran. Turista es la peor categoría de un tren que en
su esplendor, hace 50 años, llegó a tener camarotes y mozos. Tarda en llegar 6
o 7 horas más que un micro y si va lleno es porque el pasaje cuesta $58: casi 6
veces menos que un micro ejecutivo.
El tren parte
una hora y cuarto después de lo previsto y nadie se queja. En primera clase
($72) a los pasajeros sólo se les ven los ojos. Duermen –o tratan de dormir–
con gorro de lana, bufanda y guantes y envueltos en frazadas apolilladas. Y la
estrategia de tomar mate para calentarse tiene una enorme contra: el baño es
una cápsula helada, por el agujero del inodoro se ven las vías y para bajarse
los pantalones hay que ser valiente.
“A los
asientos se le salen los hierros y a veces no podemos subir los bolsos al
portaequipaje porque hay gente durmiendo ahí arriba. Ahora entró la lluvia y el
piso está empapado y con el ambiente que hay si te dormís te quedás sin
bolsos”, dice Karina D’agostino, que viaja seguido a comprar telas para
confeccionar ropa. “El otro día saltamos por el aire y pensamos que
descarrilaba. Y la otra vuelta se quedó sin frenos y nos caíamos uno encima del
otro. Es un horror”, dice Myriam Rodriguez, que viaja una vez al mes a visitar
a un hermano que tuvo un accidente.
El comedor
parece un bar del conurbano. Los cocineros escuchan cumbia, alguien fuma y
putea porque pierde Boca y aunque es la hora de la cena, está vacío. Eso porque
el único menú es una presa de pollo con una papa al natural que cuesta, sin
bebida ni postre, 50 pesos: casi lo mismo que el pasaje.
Es de
madrugada y el silencio asusta. Hay ojos de buey que en vez de vidrios tienen
bolsas de consorcio negras pegadas con cinta. Hay bultos tapados hasta la cabeza,
hay inodoros arrancados y caídos, hay espejos martillados, hay olor a vómito,
hay gente sentada en los baños con la mirada perdida y hay un hombre parado en
el estribo cubierto con una colcha roja, como un zombie, hablando solo. Y el
tren se para. Y nadie sabe por qué. Del otro lado, sólo hay campo, oscuridad y
dos grados bajo cero.
La noche se
hace eterna. El pullman se sacude y los pasajeros se despegan –literalmente– de
los asientos. Alguien dice “ay, descarrila” y un bebé se despierta y grita “mami”.
Amanece y no hay cola para lavarse los dientes porque en el baño no hay agua.
Los pasajeros tiran los bolsos del tren y bajan entumecidos. Otro viaje de
terror acaba de terminar.Por: Gisele Sousa Días - Diario Clarín