Por Rafael Garbero
Crónica escrita para el Taller de Periodismo Narrativo dictado por Alberto Salcedo Ramos en la Asociación de Prensa de Tucumán.
“Para los ferroviarios hay dos lugares en donde nos bautizan, la Iglesia y el ferrocarril. Porque en la Iglesia mis padres me llamaron Miguel Ángel Silva y unos años después, cuando ingresé al taller del ferrocarril, mis compañeros me apodaron “El Pato”, por mis piernas chuecas y el zigzag de mi caminar”. Así, el viejo obrero de 77 años, se puso a contar su vida, equiparando al ferrocarril y a sus compañeros de trabajo con un templo, una religión y una familia.
Los ferroviarios tienen muchos ritos y tradiciones. Son personas en las que viven los recuerdos; son cronistas que viajan en el tiempo; para ellos el oficio es un apostolado y no dudan en afirmar que ser ferroviario es un sentimiento.
Silva recuerda que toda su vida giró en torno a los trenes. Comenzó por órdenes de su padre –quien era obrero del ferrocarril- e inició sus estudios en una escuela de oficios, que en la actualidad se llama Escuela Técnica Prof. Rafael Marino, lindera a la Estación Belgrano, donde desarrolló hasta tercer año sus estudios y se convirtió en aprendiz, gracias a sus prácticas en los talleres. Allí, continuó su carrera como oficial tornero, participando en la rectificación de máquinas, calderas, vagones y trenes que llegaban de todo el país.
Vista de los Talleres Ferroviarios Tafí Viejo
Cuenta que cuando era adolescente, y jugaba al fútbol con sus amigos en la escuela, utilizaban la “popular pelota de trapo” y que, “¡cuando se podía!”, compraban en el matadero, que estaba en el pie del cerro Taficillo, una vejiga vacuna con la que improvisaban un balón visceral, que era inflado por sus esfínteres y luego anudado, para evitar que perdiera el aire.
“La gran novedad llegó un día; una jornada que para nosotros fue gloriosa, memorable, porque en aquella oportunidad recibimos la visita de la esposa del Presidente. Era Evita, sí, Evita. Ella pasó por la estación de trenes y pensamos un plan para poder tomar una de las pelotas de cuero que regalaba”, comentó Don Miguel emocionado. Destacó, además, que con la obtención de la “redonda” fue como “un triunfo” y se convirtió en la primera vez que pudo jugar al fútbol, gambetear y patear al arco con “vigorosidad”, a lo que sumó el reconocimiento de la “invalorable visita de una persona que era para todos los argentinos un ser puro, que luchaba por la justicia social y el bienestar general”, señaló.
El “Pato”-así es como le gusta que lo llamen-, dijo que con el paso del tiempo dejó de preocuparse por la pérdida de la rutina diaria del trabajo en los andenes y con las máquinas,pero que durante mucho tiempo sufrió. “Mi mayor dolor fue alejarme de ese lugar tan vivo, donde la hermandad era algo constante. Esa casa para nosotros estaba poblada de compañeros por los cuales uno podía dar la vida; ¡entre todos convivimos las mil y una!”, fue lo que mencionó cuando se refería a las bodas, los bautismos de los hijos, el fallecimiento de algún ser querido, los conflictos gremiales, los accidentes laborales, los logros y sufrimientos propios y ajenos; “todo se compartía y todo se resolvía con la solidaridad desinteresada de los compadres que allí estaban presentes para poner el hombro”.
Durante años, en todo Tafí, “el despertador gratuito del pueblo” fue la sirena del taller, una potente bocina que tenía una resonancia magnífica. Un trombón cuya melodía atravesaba toda la ciudad desde el este, rebotaba en las paredes de los cerros ubicados al oeste, y retornaba a cada una de las casas. “El primer llamado se daba a las cinco de la mañana y de un tirón estaba en pie; la dejaba a mi mujer en la cama y disparaba con la bicicleta camino al taller, para tomar el primer mate del día, porque la costumbre era charlar con los colegas de la sección tornería”, dijo Don Miguel con una expresión onírica en su rostro, como si estuviera en un sueño, escuchando aquella sirena que aportaba vida a todo un pueblo.
Allí, mientras tomaban el desayuno en un rincón del galpón -cuenta Silva-, los obreros, por decisión del grupo, desarrollaban debates sobre política y temas sociales. “Siempre había uno que sabía pensar, uno medio culto o intelectual. El que orquestaba todo era uno medio zurdo, pero bueno, y nos impulsaba para que cada uno de los compañeros preparara una vez por semana un tema para exponer y discutir, por lo que nos turnábamos de a uno por jornada”.
Esto significó para ellos una forma de aprender sobre literatura, política e historia, “era maravilloso porque muchos de nosotros no habíamos tenido la posibilidad de estudiar estas cosas en la escuela”. Las charlas iniciaban con el desayuno, a las seis de la mañana y se extendían por treinta minutos; allí hablaban sobre muchos temas y siempre surgían “peloteras” y diferencias de criterio. “Esto ocurrió hasta que murió Evita; a partir de allí, las peleas terminaron y, como era obligación leer la Razón de mi Vida, lo leíamos juntos, capítulo tras capítulo y lo discutíamos. Claro, siempre aparecían algunos molestos por estas conversaciones; esos que les dicen oligarcas, quienes se ofuscaban por estas cosas, pero nunca llegamos a la violencia; ¡eso era lo último entre los compañeros!”.
Con “La Razón…” descubrieron, según lo manifiesta Don Miguel, que “La Verdad es como un péndulo cuando se detiene; puede ir hacia los lados, pero siempre se pone a plomo y se detiene”. “La Razón…” les dijo que “La Verdad” era única; que se tenían que unir para enfrentar a los patrones. “Porque así era la política; el espíritu del pueblo buscaba continuar con las ideas del General y Eva”, fue lo que expresó al recordar al libro cuya autoría se le atribuye aEva Duarte de Perón y que se convirtió, por aquellos años, en la literatura básica destinada a toda la ciudadanía.
El apogeo del ferrocarril culminó con los sucesivos gobiernos de facto, los lineamientos económicos externos, la burocracia enquistada y el sindicalismo cipayo, que decidieron atentar contra la industria ferroviaria, cerrar talleres, cesantear a miles de trabajadores, y retirar las herramientas, las grúas y las materias primas de los galpones.
“Al ferrocarril lo destruyeron los milicos por el afán de lucro que tenían. Algunos muchachos ya no están, otros desaparecieron; muchos fueron castigados y los mandaron a guardar. No eran sindicalistas, eran jóvenes; jóvenes que querían enfrentar a la patronal porque buscaba terminar con los trenes. Se rebelaban contra la injusticia social; luchaban para evitar que cerraran la fuente laboral. Ellos querían formar familias y ser mejores, mejores en su profesión; pobres diablos que, si actualmente vivieran, esto sería distinto, el ferrocarril existiría”, se lamentó Miguel Ángel Silva, al recordar el principio del fin de los talleres ferroviarios de Tafí Viejo, durante la represión que se inició con el Operativo Independencia, unos meses antes del Golpe de Estado de 1976, en la provincia de Tucumán, cuando aún presidía el País, María Estela Martínez de Perón.
Esta fue la interpretación de los acontecimientos que este viejo ferroviario realizó. Fue su manera de percibir la historia y los complejos procesos que tuvieron lugar durante aquellos años.
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Ayer, el mismo día que entrevisté a Miguel, pude observar en la ciudad un clima que nada tenía que ver con el Tafí del apogeo descripto.
Al alba, todo estaba oscuro; las horas del reloj no habían dado las siete; por las calles de Tafí Viejo se respiraba soledad; algunos madrugadores caminaban hacia las paradas de los colectivos para ir a trabajar a las plantas citrícolas de la zona. La ciudad parecía cemento; solo los árboles aportaban vida junto al aire que olía al cítrico del limón industrial y cierto aroma a tierra en suspensión. Los cafés estaban cerrados. En el interior de las casas las luces se encendieron de a poco y semejaban guirnaldas de destellos en las sombras. Nada tenía que ver con la vida que cobraba esta ciudad por la mañana, décadas atrás.
El destino era llegar a los emblemáticos talleres ferroviarios de la ciudad para conversar con algún obrero veterano. Camino hacia allí, se percibía con facilidad cuál es el centro de referencia en el diseño urbano de Tafí: un ramal del ferrocarril, unos gigantescos galpones y una antigua estación que, a pesar de los desguaces y el bisturí de las políticas económicas, siguen firmes y se imponen a los desmemoriados con su presencia.
Al llegar a la vieja terminal del Ferrocarril Belgrano, una barrera humana infranqueable impidió avanzar hacia las naves donde deberían encontrarse los técnicos ferroviarios. El policía controla el paso de trabajadores y de extraños; solicita credenciales y permisos para recorrer el lugar. El acceso es denegado a todo sujeto que no vista una camisa azul estampada con el logo de la empresa. Alega que por órdenes de la concesionaria privada del polo ferroviario, todo sujeto que no integre el personal de la planta no puede ingresar, ni hablar con la “fuerza laboral”.
La prensa y los curiosos son sus presas predilectas, que solo pueden tener acceso mediante una solicitud presentada y aprobada por la gerencia. El dialogo con los obreros que aún no habían ingresado al trabajo fue interrumpido en la puerta mediante una coacción verbal: “Flaco, te expliqué bien cuáles son las directivas…”, dice con tono y gesto rígido el oficial de seguridad.
El recorrido unidireccional de regreso guiaba por un pasillo entre depósitos de chatarra, galpones de chapa, vagones y locomotoras oxidadas que emitían ruidos metálicos, voces y susurros que hacían eco en las paredes de lata. Lo único habitado era el Museo Ferroviario administrado por un empleado somnoliento, edificios utilizados por el gobierno local para almacenar herramientas y materiales de la construcción, y dependencias de la Municipalidad de Tafí Viejo, que ocuparon las instalaciones de la estación. Allí, en una de sus paredes, como ironía, se presenta el dibujo de un tren, pintado de colores, con la leyenda: “Tafí Viejo, Mi Ciudad”.
Al salir, me sobrecogió un sentimiento de furia y desazón por no poder entrar a un lugar histórico, al sitio donde trabajaron nuestros abuelos, a un espacio que es patrimonio de la Nación.
Asocié estas imágenes con el recuerdo de otra estación también olvidada, con andenes despoblados, y un vacío que se escucha: la Estación Mitre de San Miguel de Tucumán. Y pensé en la tristeza que debe provocar al pasajero de un tren que parte sin familiares que acompañen la despedida, sin un amor que extienda un beso al aire, sin manos que saludan y se pierden cuando la formación se aleja.
“¿Habría alguna solución?” - pensé-. Por un hecho fortuito, minutos después, tuve la respuesta. Luego de tomar un café, al salir del bar, encontré al Pato Silva con su vecino y al consultarles por un ex empleado ferroviario que viviera por la zona para entrevistarlo, me dijo con naturalidad, “sí, hay muchos, aquí todos somos ferroviarios…”.
No importa que el tren no exista, no importa que las “fuerzas” de seguridad y los patrones sigan coartando nuestros deseos por volver a escuchar aquella bocina, no importa que la lógica represora no cambie, no importan los burócratas y las políticas económicas que desvalijaron al ferrocarril, no importan los fantasmas, ni las imágenes tétricas de olvido lastimoso, no importa que los gigantes duerman entre pastizales. Lo único valioso, lo único importante, es que las historias continúan vivas.