NOTA DE OPINIÓN
Por: Roberto Pianelli (Secretario General de la Asociación de
Trabajadores del Subte y Premetro)
Una historia que hace a la grandeza de un emprendimiento que, cuando
comenzó, sólo funcionaba en ciudades de vanguardia.
De los coches belgas La Brugeoise a los vagones chinos de la actualidad
pasaron una incontable cantidad de millones de pasajeros, entre ellos el Papa
Francisco cuando era el cardenal Bergoglio. De aquellos días del novato siglo
XX hasta hoy, casi todos los porteños y también quienes vienen a trabajar en la
abarrotada Buenos Aires, transitaron por túneles y formaciones que viajan
veloces bajo tierra, cobrando un precio en la salud de quienes trabajamos y en
los nervios de los padecientes pasajeros que viajan como el ganado. Los
itinerantes a cualquier parte le dieron monedas a ciegos, pibes o
"mangas", hicieron combinaciones erradas o disfrutaron de los
artistas que ejercen bajo tierra. Muchos han sufrido algún susto o presenciado
un robo. Todos hemos comprado cosas útiles e inútiles en el subte. Todas las
grandezas y miserias de Buenos Aires se reproducen sin cesar bajo tierra.
Hace un año, Las Brujas, aquellos coches belgas con revestimiento de
madera y puertas de apertura manual, corrieron por última vez por la Línea
"A" y pasaron a formar parte del descuidado patrimonio histórico de
la Ciudad. El subte de Buenos Aires abrió el 1° de Diciembre de 1913, el
primero de toda América Latina. En aquel momento se puso fin a la obra Plaza de
Mayo-Plaza Miserere, emprendimiento de nivel internacional que sólo funcionaba
en ciudades de vanguardia como Londres, Berlín o Nueva York. Y hace un año cerró
por todo un infinito mes para celebrarlo.
Miles de operarios excavaron casi medio millón de metros cúbicos de
tierra que sirvieron para rellenar el Bajo de Flores y los caminos de
carretones de la industrial Barracas. Las obras se llevaron las vidas de muchos
de ellos, en la vorágine de las construcciones del floreciente Centenario de
1810. El subte actual, nunca bien mantenido y apenas renovado, sigue lleno de
incógnitas para quienes viajan incómodos por el ruido, el calor o la constante
fricción de los cuerpos.
Cien años no son nada en términos de la humanidad, pero muchos para
mantener el estado de las cosas en una ciudad, y parecen infinitos cuando el
malestar cotidiano por la falta de soluciones parece no terminar nunca. Cien es
un número redondo para llamar a una sensata reflexión. "La base
está", diría algún técnico de fútbol. Lo que falta es que dejemos de
escamotear el dinero de los subsidios, con un adecuado control lejos de toda
complicidad empresas–Estado.
Un maravilloso plantel de entusiastas trabajadores que todos los días
trata de ponerle el pecho a errores de diagramas, faltas de mantenimiento,
talleres en peligro mortal que multiplican las "fallas técnicas", y
también a las campañas de desprestigio que se hacen contra el plantel de empleados
con "encuestas" y "voceros" que no aportan sino al odio y
la irracionalidad de sectores del pasaje que ya no escuchan sino una campana
corporativa. Mientras, un ejército de trabajadores nocheros se ve obligado a
defender la ciudadela de los túneles de las necesidades de indigentes, adictos
o simples delincuentes, exponiendo su propio cuero. Y los boleteros quedan
inermes por la falta de custodia policial.
Los constantes aumentos del pasaje hacen parecer folclórico el sonido de
cospeles de aluminio o de las monedas que eran empujados con el
"fierrito" de los compañeros de control de evasión. Sepultados por la
informática de los boletos electrónicos, van quedando nuestras razones para que
se mejore la ubicación de las máquinas lectoras que ocasionan enfermedades
profesionales relacionadas con el trabajo. Agresiones desmesuradas
(¿PROvocaciones?) han hecho peligrar la integridad de boleteros y guardas.
Nadie parece dar cuenta de las lesiones psiquiátricas que ocasionan los
suicidas con su mirada clavada en los ojos de los compañeros conductores que
nada pueden hacer ante una tragedia urbana que ocurre cada vez con más
frecuencia.
Sucesivos aumentos "escalonados" como propone la Ciudad, pero
sin un plan integrado de transporte público, son una escalera mecánica
inflacionaria que sólo demuestra la impericia del gobierno porteño, cuyo plan
es un subte para pocos. Es una buena idea que haya tarifas diferenciadas para
trabajadores y estudiantes, pero la engorrosa forma de plantearlo conlleva una
falta de lógica propia, ya que hay bases informáticas como la de la Anses que
servirían para eso. Para una tarifa desmesurada y sin contraprestación como la
que se propone, es imprescindible sumar a docentes y acompañantes escolares.
Cien años no es nada. Faltan apenas pequeños detalles para ser felices.
Lo primero sería abandonar la lógica liberal. Apenas un pequeño detalle que
hace a la grandeza.